Memorias de Yhtill, capítulos X y XI

X

Los Ángeles, 2016.

- ¿Qué tiene que ver todo eso con la manipulación de la causalidad?
- Esa misma noche, a Hildred se le ocurrió el Signo. Algún tiempo después insinuó que más que imaginarlo, era como si lo hubiese recordado. Como si siempre hubiese estado ahí, y al pensar en él le hubiese dado forma. Pero aquella teoría, de ser cierta, implicaba nuevos interrogantes. Se supone que sólo Carcosa es auténtica, ¿no? El eje alrededor del cual gira toda la realidad. Sin embargo, si el Signo ya existía antes de que nosotros lo dibujásemos por primera vez... ¿quiere decir eso que hay otra realidad superior de la que no sabemos nada? Y esa realidad, ¿permanece al margen de la nuestra, o nos influye de alguna manera que no somos capaces de percibir? Quien sabe. Nos creíamos los guionistas, y puede que no fuésemos más que un par de figurantes en una historia escrita de antemano y más vieja que el mismo tiempo.
- ¿Y a usted cuál de las dos le parece más plausible?
- No lo sé. Hildred era el que se hacia todas esas reflexiones. Él era nuestro líder, el cerebro y la fuerza del movimiento. Y yo... yo sólo era su mano derecha. El fiel lugarteniente al servicio del Rey.
- Y sin embargo, acabó por traicionarle - dejó caer la doctora Archer, de pasada, casi sin darle importancia.
- No fue un acto de traición - protestó Yhtill -, sino de necesidad. Alguien tenía que detenerle.

XI

Club social Carcosa, marzo de 1925.

- Así que es verdad. Cuando le describieron, pensé que exageraban con respecto a lo de la máscara. Si no es indiscreción, ¿puedo preguntarle cómo puede ver con ella puesta? - inquirió Horvath, ante lo cual su interlocutor se limitó a encogerse de hombros y contestar con otra pregunta:
- ¿Por qué todo el mundo se empeña en que llevo máscara?
Ambos hombres (si es que la figura enmascarada podía ser considerada como tal) ofrecían un curioso contraste. Peter Janos Horvath era un inmigrante europeo, llegado a los EEUU desde Alemania, aunque afirmaba pertenecer a un noble linaje del Imperio Austro-Húngaro. Admirador de Aleister Crowley desde su breve paso por Gran Bretaña, Janos gustaba de vestir de forma elegante, aunque sin afectación. Frente a la moda imperante, exhibía un afeitado impecable, sin rastro de barba ni bigote, lo que contribuía a acentuar sus facciones exóticas y algo afiladas. Era alto para la media y de complexión atlética, lo que solía despertar el interés de no pocas mujeres. De hecho, en el mundillo del cine, donde aspiraba a medrar como guionista y productor, no faltaban quienes le comparaban con el tristemente fallecido actor Rodolfo Valentino.
Su compañero no era menos llamativo que él. Igual de alto e incluso más esbelto que Janos, e igual de elegante, aunque a la hora de vestir se decantaba por tonos más oscuros, entre el gris metálico y el negro, a excepción de la impoluta camisa blanca y de la máscara que recubría su cabeza, de color amarillo pálido, con el Signo Amarillo grabado en el frontal. La máscara parecía completamente lisa y cerrada, sin ninguna clase de abertura para ver o respirar, pese a lo cual su portador se comportaba con absoluta naturalidad, como si no la llevase puesta. Su aspecto hubiese llamado la atención en cualquier ambiente menos discreto que aquel, pero en el Club Social Carcosa lo normal era, precisamente, lo más extraordinario.
- No se de donde pueden haber sacado semejante idea - concedió Janos -. ¿Lo ha traído?
- Por supuesto - dijo su interlocutor, al tiempo que sacaba de un bolsillo interior un viejo y arrugado ejemplar de Le roi in Jaune. El cineasta lo cogió con respeto, casi reverencia, y comenzó a pasar varias páginas al azar, reconociendo frases y fragmentos dispersos aquí y allá.
- Fascinante. ¿Puedo...?
- Por favor. Siéntase libre de hacer lo que guste con él. Yo tengo ejemplares de sobra.
- ¿Así, sin más? ¿No quiere que discutamos el precio?
- Hay cosas que se denigran al ponerles precio - repuso el enmascarado -. No, yo me veo más bien a mi mismo como un Mecenas. En 1888 conocí a un joven escritor norteamericano, recién llegado a París, y le regalé otro ejemplar como el que usted tiene ahora entre sus manos. A cambio, él me recompensó con una maravillosa colección de relatos inspirados en Carcosa y la figura del Rey de Amarillo. Fue todo un éxito. Pero ahora pienso que el cine es el futuro. La gente cada vez leerá menos, pero el poder de la imagen es universal y atemporal. Y a través de las salas de cine, su mensaje llegará a mucha más gente.
- ¿Qué mensaje?
- La palabra del Rey.
- Bueno, yo no soy lo que se dice un hombre religioso - dijo Janos -, pero respeto las creencias ajenas. ¿Y en qué consiste exactamente su religión, si me permite la pregunta?
- Por supuesto. De hecho, me parece una pregunta muy lógica. Después de todo, si vamos a ser socios, no debería haber secretos entre nosotros. En realidad, quiero algo muy parecido a lo que predica su amigo Crowley: que todo el mundo sea libre de elegir su propio destino. Que esa sea la única ley. ¿Sí?
- Eso suena un tanto... anárquico. ¿No será usted uno de esos revolucionarios de izquierdas que piensan que pueden cambiar el mundo?
- No es este el mundo que me propongo cambiar, aunque supongo que, en según que círculos, se me podría considerar como un revolucionario peligroso.
- Le gusta jugar a los acertijos, ¿no? Hablar mucho, pero no decir nada en concreto.
- En absoluto. Me tengo por una persona simple y directa, aunque los últimos acontecimientos me hayan obligado a ser más... diplomático.
- Muy bien. Mientras ponga el dinero, por mi puede jugar a ser todo lo misterioso que quiera. Brindemos, pues, por nuestra mutua asociación y por el éxito de producciones Janos.
- Por una fructífera asociación - asintió el enmascarado, levantando la mano derecha con dos dedos extendidos en dirección al camarero, que se apresuró a atender su petición.

(Continuará...)

© Alejandro Caveda (Todos los derechos reservados).
Este relato ha sido registrado en Safe Creative (Registro de la propiedad intelectual) de forma previa a su publicación en el Zoco.

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