Memorias de Yhtill, capítulos I, II y III


I

En algún lugar del cúmulo de las Hiádes, dentro de muchos miles de millones de años.

Solo quedaban las ruinas y el desierto. La arena se extendía en todas las direcciones hasta donde alcanzaba la vista, bajo un cielo rojizo coronado por dos soles del mismo color, que casi parecían un espejismo por su aspecto borroso y poco definido. Las columnas y otros restos de edificios abandonados desde hacia milenios se alzaban de entre el polvo como testigos mudos de un pasado tan irreal como lejano.
Todos los miembros de la expedición permanecían en silencio, pendientes de las palabras de su líder, un hombre alto y delgado envuelto en una deteriorada capa de color amarillo, cuya capucha ocultaba sus facciones. El Rey se acercó a lo que parecía la entrada de un antiguo palacio y, tras recoger un puñado de arena del suelo, la dejó escurrir entre sus dedos formando un hilo parecido al de un reloj de arena.
- Os he traído aquí, al final de los tiempos, para enseñaros una lección: el universo tiende a la entropía. No importa lo importantes que nos creamos, ni las metas que alcancemos, o lo mucho que nos esforcemos. Este es el final de todos los caminos: polvo al polvo, y cenizas a las cenizas.
- Entonces, ¿qué sentido tiene todo lo que nos proponemos hacer? - inquirió Haita, confuso. Pero no fue el Rey quien respondió, sino otro miembro del grupo, el único que llevaba el rostro descubierto y un raído kilt amarillento por toda indumentaria, además de sus viejas botas militares.
- Tiene todo el sentido del mundo. Lo que estamos haciendo perdurará para siempre. Carcosa perdurará para siempre, incluso cuando nosotros ya no estemos para ser testigos. Porque lo que estamos construyendo aquí es un ideal, y las ideas nunca mueren.
- Ah, mi querido Yhtill - repuso el rey, acercándose a su compañero para apoyarle la mano en el hombro en un gesto que era más que camaradería -. Tu eres el auténtico alma y corazón del movimiento. Mientras estés ahí para recordarnos porqué estamos luchando, jamás nos desviaremos del camino. Porque tienes razón: lo que vamos a hacer cambiará el destino del universo para siempre.
- Carcosa renacerá - musitó Yhtill, en tono bajo pero firme. Y poco a poco el resto de los presentes fue repitiendo sus palabras, como un mantra.
- Entonces, está decidido - dijo el rey de Amarillo, envolviéndose aun más entre los pliegues de su capa -. Desvelaremos el Signo, e iremos a la guerra contra la Coalición en nombre de la nueva Carcosa.

II

Taberna de Porta, en Carcosa.

- ¿Estás borracho?
- ¿Hum?
Yhtill parpadeó tras sus lentes ahumados y fijó su mirada en Porta. El camarero y dueño del local más discreto de Carcosa estaba de pie a su lado, reemplazando la botella vacía de licor por otra nueva y llena hasta el borde.
- Que si estás borracho. O dormido. En cualquier caso, parecía que estabas en otro mundo.
- Hace mucho tiempo que no duermo - repuso Yhtill -. Y tampoco puedo emborracharme, aunque lo intento. Así que la única solución que me queda es beber hasta soñar despierto.

III

París, 1977.

- ¿Y aún sigue teniendo esos sueños? - preguntó el doctor Archer. Yhtill sonrió, sin apartar su mirada del paisaje que se divisaba al otro lado de la ventana. La consulta de Archer estaba situada en la Rue de la Montaigne-Sainte-Geneviève, una vía de origen galoromana, cuyo estilo urbanístico parecía haber quedado congelado en algún punto entre finales del siglo XIX y comienzos del XX.
- ¿Los tengo? Quien sabe. A veces es difícil decidir donde termina el sueño y empieza la realidad, y viceversa.
Archer se recostó en su butacón, haciendo crujir la tapicería de cuero, mientras entrelazaba los dedos de las manos con aire pensativo.
- Según Philip K. Dick, la realidad son todas aquellas cosas que, cuando dejas de creer en ellas, se obstinan en permanecer ahí.
- Ah, pero mis sueños son más reales que la vida misma. Son recuerdos. Imágenes del pasado. ¿Sabe lo que es recordarlo todo y no poder olvidar nada, ni siquiera el detalle más nimio e insignificante?
- No, no puedo decir que lo sepa.
Yhtill se acercó aún más a la ventana, observando el tránsito de gente que se deslizaba en ambas direcciones, ignorantes de su presencia y de todo lo que tenía que ver con el Signo Amarillo.
- Sabe, al principio pensé que sus palabras eran un castigo. Una maldición. Pero ahora me pregunto si... tal vez lo entendí todo mal. Tal vez no era un castigo. Tal vez eran una orden. O un presagio, sólo que yo no supe darme cuenta.

(Continuará...)
© Alejandro Caveda (Todos los derechos reservados).
Este relato ha sido registrado en Safe Creative (Registro de la propiedad intelectual) de forma previa a su publicación en el Zoco.

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