Incidente en Red City #10


(Imagen de La Caverne du VFX en Pixabay)

El Club Carmody había sido diseñado en los años 20 como parte de un proyecto (que nunca se llevó a cabo) para construir un Casino en la ciudad. La desaparición de la empresa constructora tras el crack de la bolsa de 1929 dejó la obra parada durante casi diez años hasta que un trust hostelero decidió pujar por el inmueble para convertirlo en un hotel de cinco estrellas. Nuevamente, el estallido de la Segunda Guerra Mundial paralizó el trabajo, hasta que ya en los años cincuenta, varios inversores locales se hicieron con el edificio a bajo coste para transformarlo en un club exclusivo, reservado a los miembros (por supuesto, varones) más prestigiosos e influyentes de la comunidad. Con el tiempo las normas se habían relajado hasta cierto punto, aunque el club aún conservaba ese encanto y distinción de la arquitectura de principios del siglo XX, con marcadas influencias autóctonas e incluso indígenas, que remitían a los pueblos que habían habitado esa zona antes de la llegada de los primeros misioneros cristianos.
Ya en la entrada se encontraron con el primer obstáculo.
- No puede entrar así - dijo el recepcionista, observando a Niemand con la misma mirada de desagrado del comensal que se encuentra una mosca en su plato de sopa.
- ¿Así, como?
- Sin corbata - aclaró el hombre, haciéndole una señal a su ayudante para que trajese un maletín en el que aparecían, expuestas, más de una docena de corbatas de todos los diseños y colores. El forastero escogió la más sencilla de todas, una de color negro y corte estrecho, a juego con su traje.
- ¿Y ella? - inquirió, señalando a Lesya -. ¿A ella no le van a decir nada?
- Las mujeres no pueden entrar en el Carmody. No obstante, por una vez, y teniendo en cuenta que Mr. Salcedo responde por ustedes, haremos una excepción. Pero le agradeceríamos a la señorita que guarde absoluto silencio, e intente pasar lo más desapercibida posible.
Lesya estuvo a punto de escupir una réplica mordaz, pero una rápida mirada de advertencia por parte de Niemand la hizo callar. Los dos siguieron al ayudante de recepción a través del salón principal, casi vacío excepto por algunos socios que leían el periódico, o consultaban su móvil, en absoluto silencio. Nadie les miró y Niemand tampoco les prestó la menor atención. A continuación accedieron a un largo pasillo enmoquetado, similar al de un hotel, que torcía en la esquina para desembocar en unas escaleras que conducían hasta el piso superior. El empleado fue contando las puertas y, al llegar a la sexta, picó suavemente con los nudillos y se apartó, diciendo:
- Pueden pasar. Ya les esperan.
Dentro había ocho personas. Cinco de ellas estaban sentadas en torno a lo que parecía una mesa de póquer, mientras que otras tres (los guardaespaldas, pensó Niemand) permanecían de pie. Su sospecha se vio confirmada cuando dos de ellos se acercaron a cachearles, mientras el tercero permanecía a una distancia prudente, pero sin apartar la mano de la culata de su arma de bolsillo.
En el centro de la mesa, un hombre se entretenía haciendo solitarios con una baraja francesa. Su voz, al hablar, era suave y extrañamente cultivada, con un inglés académico, casi perfecto, y sin apenas rastro de acento extranjero.
- Debo reconocer que han despertado ustedes mi curiosidad. Después de lo que se arriesgó el otro día para recuperar a la señorita, les hacía a ambos a muchos kilómetros de distancia de Red City. Lo último que esperaba es que tuvieran las narices de presentarse aquí, desarmados, como si tal cosa. ¿Cuál es el truco? ¿Se trata de alguna especie de mensaje? ¿Una advertencia?
Carlos Salcedo era lo menos parecido a la imagen que la gente solía tener del líder de un sindicato de crimen. Alto, delgado, moreno, con el cabello oscuro apenas salpicado por varias canas esporádicas, se asemejaba más bien a un político, o a algún empresario de alto nivel, impresión reforzada por su elegante corte de pelo y el traje de marca Ermenegildo Zegna que se ajustaba a su cuerpo como una segunda piel. Salcedo se había asegurado de que la ropa cubriese la mayoría de los tatuajes, aunque parte de los mismos sobresalían por debajo de los puños y el cuello de la camisa. Su lenguaje corporal exudaba confianza en sí mismo, una confianza tan firme que casi rozaba la arrogancia. Bien, se dijo Niemand. El exceso de confianza podía ser la grieta que les permitiría atravesar la férrea armadura de su anfitrión.
- Nada tan siniestro. Un amigo que te pide un favor, viejos compromisos, cosas así - contestó, intentando imprimirle a sus palabras el tono más cordial y relajante posible.
- ¿Y qué tengo que ver yo con sus compromisos? - inquirió de nuevo Salcedo, sin dejar de juguetear con la baraja.
- ¿Póquer? - preguntó a su vez Niemand, eludiendo una respuesta directa, mientras señalaba las cartas.
- Si. ¿Por qué? ¿Quiere echar una mano?
- Quizás más tarde. No me gustan especialmente los juegos de azar. Prefiero más bien otro tipo de desafíos intelectuales, como el ajedrez.
- En realidad, el póquer no depende tan solo del azar - intervino Salcedo, algo molesto -. También es cálculo, estrategia, interpretación, y capacidad para adelantarte a tu oponente.
- ¿Así qué usted no cree en la suerte?
- Creo que cada cual se forja su propio destino.
- Cierto. Y, sin embargo, esa idea siempre me ha resultado terriblemente confusa. Quiero decir... ¿le importa que nos sentemos? - se interrumpió Niemand, en referencia a sí mismo y a su acompañante, a lo que su interlocutor asintió con un sencillo gesto de invitación con la cabeza -, quiero decir que tiene que existir un destino. Y si Dios existe, Él tiene que conocer nuestro destino, o de los contrario no sería Dios. Pero ¿dónde deja eso el libre albedrío?
- Esa es una discusión muy vieja. Ya está presente en las teorías de Anselmo de Canterbury, Santo Tomás de Aquino, Guillermo de Ockham y otros teólogos escolásticos medievales. Si Dios es Todopoderoso, tiene que saber lo que va a pasar a continuación; y si no puede saberlo, entonces no es Todopoderoso, y no es Dios.
- ¿Lo ve? ¿Entiende lo que quiero decir?
- Tal vez no hay uno, sino varios destinos posibles, y cada uno de ellos depende de las decisiones que vamos tomando a cada momento - aventuró Salcedo, interesado a su pesar.
- Ah, pero eso introduce el indeterminismo, el factor azar. ¿Pueden ocurrir cosas que Dios no desea que ocurran? Y si esas cosas son malas y sabiéndolo no hace nada por evitarlas, ¿podemos decir que Dios es malo? ¿Indiferente? ¿O que a veces el mal obra, sin saberlo, al servicio del bien?
- Le veo muy preocupado por el significado de los acontecimientos. Yo simplemente creo que las cosas pasan, y ya está. Buenas, malas, no hay un designio superior. El universo no conspira para castigarnos, ni para darnos la recompensa que creemos merecer. Todo es fruto del azar. Somos nosotros los que nos empeñamos en encontrarle un significado.
- Y, sin embargo, hay un plan - señaló Niemand, levantando el dedo índice para reforzar sus palabras -. Hace años yo no me hacía todas estas preguntas... todavía. Pero un día perdí de golpe, y de forma imprevista, a varios seres queridos. Y no podía entenderlo. Ninguno era mala persona, y algunos de ellos eran demasiado jóvenes para haber pecado u ofendido a nadie. ¿Qué lógica tenía su muerte? Así que intenté pedirle explicaciones a un ser superior. Me fui al desierto, ingerí sustancias psicodélicas, ayuné, y recé hasta que se me secó la garganta y me sangraron los labios. Y entonces, cuando estaba a punto de perder el sentido, o la cordura, se me apareció un ángel de luz - Niemand hizo una breve pausa para reforzar el efecto de sus palabras -. Y el ángel se acercó a mí y me dijo que todo tenía sentido. Que Dios tiene un plan, aunque a nosotros no nos sea dado conocerlo. Y que todo lo que acontecía, lo hacía porque era necesario para mantener la integridad del futuro. Ya sabe, el Señor escribe recto con renglones torcidos, y todo eso. Yo contesté: «Eso no lo hace más justo» o algo igualmente estúpido, y él me sonrió, y me dijo, antes de irse, que justo y necesario no siempre son la misma cosa. ¿Lo entiende?
Su interlocutor asintió con la cabeza, aunque fue el único. El resto de los presentes (Aleksandra incluida) intercambiaban miradas de curiosidad, sin saber muy bien a qué venía todo aquello, ni hacia donde se encaminaba la conversación.
- Entonces, el destino si está escrito - reflexionó Salcedo.

(Continuará).

Este relato ha sido registrado en Safe Creative de forma previa a su publicación.

Comentarios

Entradas populares