Incidente en Red City #07


(Imagen de Alexander Antropov en Pixabay)

Hacía mucho tiempo que Aleksandra (Lesya para los amigos) había perdido la noción del mismo. Cuando estás drogada, los días y las noches se suceden sin solución de continuidad, y la joven sospechaba (no, estaba segura) de que le suministraban la droga día tras día. Como, no sabría decirlo (¿con el agua? ¿en la comida? ¿o se la inyectaban cuando estaba dormida?). En cualquier caso daba igual, porque pasaba la mayor parte del día tendida en la cama, atada de pies y manos, salvo cuando la dejaban levantarse para ir al baño a hacer sus necesidades o a asearse un poco, siempre bajo la atenta mirada de alguna de las guardianas y en completo silencio. Ellas no le hablaban, y Lesya sabía que tampoco responderían a ninguna de sus preguntas. De vez en cuando entraba alguno de los matones de Salcedo y procedía a darle una paliza de forma lenta y metódica, antes de volver a esposarla a la cama, ensangrentada y llena de moratones, aunque el efecto anestésico de las drogas contribuía a mitigar el dolor.
Tal vez sea mejor así, pensó. Si no existe el tiempo, un año puede ser igual a un segundo. Todo está en tu cabeza. El dolor, el miedo, las constantes humillaciones, tal vez no eran más que un mal sueño dentro de otro sueño, como en aquel relato de Poe. Así que la chica cerraba los ojos y se limitaba a esperar a que algo pasara. No sabía bien el qué, pero algo. Sin embargo, cuando el momento llegó, la cogió por sorpresa. Primero fueron los gritos, luego las carreras y por último los disparos. Muchos disparos. Como si en vez de un viejo prostíbulo aquello fuese un club de tiro y todo el mundo se hubiese vuelto loco, abriendo fuego a la vez sin ton ni son, y en todas las direcciones. Y luego la calma, una calma tanto más extraña cuando la comparabas con el estruendo anterior. El silencio llegó hasta su puerta y justo cuando la chica comenzaba a pensar que todo había sido otra alucinación, esta se abrió para dejar paso a una figura imposible. Recortada contra la luz del pasillo, la silueta del visitante tenía la forma de una criatura de miembros distorsionados, con brazos extremadamente largos y una corona de llamas donde debería de estar su cabeza, mientras que entre sus ¿manos? sostenía un arma parecida a un hacha, aunque con un diseño extraño, retorcido y casi alienígena en su estructura. El ser avanzó, desplegando unas alas de fuego a sus espaldas, mientras la observaba con ojos apenas visibles entre las llamas de su rostro. Su presencia era tan convincente que Lesya podía sentir el calor que emanaba su cuerpo, así como su olor, acre y algo familiar, como a barbacoa o madera aromática quemada. Si era una alucinación, pensó, era una de las mejores.
Y entonces el extraño habló, y ella comprendió que no era un sueño, y su cerebro se despejó de repente.

Quienes le conocían sabían que Graham Dunne era un tipo sencillo y tranquilo. Buena persona, buen esposo, buen padre de familia y buen inspector de policía para los estándares de Red City. Su secreto - como solía explicar a las pocas personas que le preguntaban al respecto - era saber establecer prioridades, tanto en la vida como en el trabajo. Enfrentarse a lo posible y aceptar lo inevitable como filosofía de existencia que le había llevado a permanecer en el cargo más tiempo (y más limpio) que muchos de sus compañeros de promoción.
Sin embargo, esa mañana Dunne no se sentía ni feliz ni tranquilo. Algo había alterado la ya de por sí inquieta rutina de la ciudad, y no un asunto cualquiera, sino un homicidio múltiple en una de las sedes de la mafia local que más influencia y contactos tenía en el departamento de policía de Red City. Estos habían presionado al alcalde, que a su vez había presionado al comisario de policía, el cual a su vez había presionado al superior de Dunne, y ahí se acababa la cadena. Con un suspiro de resignación el inspector recogió la carpeta con la escasa información que todavía tenían del caso y se dirigió a la sala de interrogatorios para charlar con uno de los pocos testigos de la masacre: una mujer de unos cuarenta años, excesivamente delgada, con expresión ausente y una descuidada melena color rubio pajizo. Dunne conocía su tipo: antiguas prostitutas a las que la organización retiraba de la calle cuando su caché disminuía, para que se encargasen de vigilar y adiestrar a las recién llegadas. Un escalón por debajo de las madamas, pero por encima de sus demás compañeras que tenían que seguir ofreciendo sus servicios por dinero a clientes cada vez más indeseables. Esta, en concreto, parecía demasiado frágil para aquella clase de trabajo, aunque por lo que Dunne sabía, eso no quería decir gran cosa.
- Muy bien, Irene. ¿Ese es tu nombre, no? ¿O prefieres que te llame de alguna otra manera? - la mujer negó con la cabeza -. Esto no es un interrogatorio, tan sólo una impresión preliminar. Para poner en claro algunas discrepancias. Veamos, en tu declaración inicial... - Dunne repasó sus papeles -... insistes en que todo esto lo hizo un sólo hombre, ¿no?
Su interlocutora volvió a asentir, en silencio.
- Un sólo hombre armado con... un hacha. ¿Estás segura?
- Aha.
- ¿De qué tipo?
- Normal. De las que se pueden encontrar en las tiendas y centros comerciales. 
- Solo un hacha. No tenía armas de fuego.
- No.
- ¿Y tú pudiste verle bien?
Aquella pregunta si que pareció despertar el interés de la mujer, que volvió sus ojos marrones, vidriosos y algo desenfocados, hacia Dunne.
- Como le estoy viendo a usted ahora.
- ¿Y cómo es que sigues viva?
- No lo sé. Cuando me encontró pensé... pensé que había llegado mi hora. La hora de expiar todos mis pecados. Pero él me cogió de la mano, me ayudó a levantarme y me saludó como... como si tal cosa. Como si en vez de venir de descuartizar a media docena de personas, nos hubiésemos encontrado por la calle. Me dijo que tenía que pedirme un favor.
- ¿Cuál?
- Buscaba a una de las chicas. Una que llevaba un par de semanas encerrada. 
- ¿Dijo porqué?
- No, y a mí ni se me pasó por la cabeza preguntárselo.
- ¿Y después?
- Me dio las gracias y se fue. Y yo volví a esconderme dentro de aquel armario. Pero antes... antes de salir de la habitación y perderle de vista... se dio media vuelta y me dijo... «Tu familia te ha perdonado». ¿Qué quería decir con eso? - se preguntó la mujer, cada vez más histérica -. ¿Cómo podía saber lo que piensa mi familia de mi?
- ¿No le conocías de nada?
- No le había visto en mi vida.
- Pero, según tú, le tuviste frente a frente, así que podrás describirle.
Su interlocutora se mordió el labio inferior, mientras hacia un evidente esfuerzo por recordar.
- Era un poco más alto que yo. Tal vez como usted. Blanco, ojos marrones, pelo entre castaño oscuro y gris, con muchas canas. Edad mediana. Entre los cuarenta y los cincuenta. Arrugas de expresión, sobre todo en la frente y en los ojos. Iba vestido de negro y camisa blanca. Nada fuera de lo común. El típico cliente discreto y de pocas palabras.
- ¿Nada en absoluto? ¿Ni una cicatriz, ni una herida reciente, o al menos un tatuaje visible?
- No. Nada de eso. Con un buen corte de pelo y un afeitado, casi parecería...
- ¿Qué parecería?
- Nada - se apresuró a rechazar Irene -. Es una tontería.
- Hablando de tonterías... Hay un par de detalles que me llaman la atención acerca de tu historia. Aquí hay casquillos como para llenar una piscina. Me dices que él sólo iba armado con un hecha. ¿En serio que ninguna bala le rozó? ¿Ni siquiera una simple herida?
- No - respondió ella, abriendo mucho los ojos, como si reparase en el detalle por primera vez.
- Tal vez llevase un chaleco antibalas - insinuó Dunne.
- Es posible.
- Pero tú no lo crees.
- Los proyectiles volaban a su alrededor, pero... de alguna manera, fallaban. Era como si el Gringo y los demás no pudiesen apuntar bien. Y él se movía como un bailarín, incluso cuando estaba destripando a alguien. Le oí cantar en voz baja. Disfrutaba.
- Y eso me lleva a la siguiente pregunta. Un tipo descuartiza a hachazos a media docena de hombres, algunos más grandes y fornidos que él. La sangre ha salpicado por todas partes. Suelo, puertas, paredes. Incluso a través de puertas cerradas. ¿Y pretendes hacerme creer que, además de esquivar las balas, el asesino es también a prueba de manchas? ¿Qué no se ha ensuciado siquiera un poco después de semejante carnicería?
- ¿Qué quiere que le diga? Será un fantasma. Aunque el hacha y los cadáveres parecían muy reales, claro. Y también su mano cuando me cogió del brazo para sacarme de mi escondrijo. Quién sabe. Igual me lo he imaginado todo, y todo es al revés de lo que les he contado. De hecho, cada vez que lo pienso parece menos y menos real. Estoy cansada - concluyó la mujer, desviando la mirada y cerrándose en banda a más preguntas por parte de Dunne.
- Está colgada - dijo su ayudante, una vez que se hubieron alejado lo suficiente como para que nadie les oyese.
- Eso seguro. Y, sin embargo... Averigua que fulana es la que falta. Y traed un dibujante para que intente hacer un retrato robot, ahora que todavía lo tiene fresco en la cabeza. Dentro de poco el asunto se hará público, y tendremos que competir con todos los soldados del Lobo Negro para encontrar a nuestro hombre.
- No creerá que un solo hombre ha hecho esto, ¿verdad?
- Es difícil de creer, pero posible - aceptó Dunne, al cabo de varios segundos -. Cualquiera de los rivales de Salcedo hubiese enviado a un equipo de profesionales perfectamente equipados para hacer el trabajo, no a un psicópata con un hacha. La historia es lo bastante rara como para no tomártela en serio. Creo que la clave está en la chica. Si averiguamos quién es, y porqué la tenían aquí retenida, tal vez podamos descubrir algo más sobre nuestro hachero particular.
- ¿Cree que tenemos alguna especie de asesino en serie entre manos, como en Nueva Orleans?
- Creo que esto, sea lo que sea, no ha hecho más que empezar - respondió el inspector, mientras rebuscaba su tabaco entre los bolsillos de su barbour. Presentía que esa era la última ocasión en que iba a poder fumar tranquilo en mucho tiempo, y no se equivocaba.

(Continuará).

Este relato ha sido registrado en Safe Creative de forma previa a su publicación.

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