Incidente en Red City #06


(Imagen de markusspiske en Pixabay)

Niemand agradeció el detalle con una simple inclinación de cabeza. De vuelta al hotel, entró en recepción para preguntar si había algún teléfono público disponible.
- ¿Una cabina, quiere decir? - repitió Stu, incrédulo -. Pero... ¿Quién no tiene todavía móvil a estas alturas del siglo XXI?
- ¿Móviles? Instrumentos del diablo. ¿Quién los necesita? ¿Hay algún teléfono público, si o no?
Por toda respuesta, Stu señaló hacia el receptor del mostrador. Niemand marcó el número del albergue y, cuando le contestaron, pidió hablar con el padre Whelan en persona. Al cabo de varios segundos, la voz cansada del sacerdote se oyó al otro lado del auricular.
- No pensé que fuera a llamar tan pronto.
- Como se suele decir, el tiempo es oro. Más en estos casos.
- ¿Alguna novedad?
- Puede ser. Tengo que hacer un par de visitas, tirar de algunas lenguas. Espero poder decirle pronto algo más concreto. Por cierto, ¿se acuerda de la conversación que sostuvimos el otro día?
- Vagamente - repuso Whelan.
- Puede que dentro de poco tenga que poner a prueba lo que me dijo. Eso de que cualquier vida es sagrada. ¿Está dispuesto a seguir adelante, o prefiere olvidarse del asunto?
- ¿Y no es posible encontrar algún camino intermedio, en el que nadie salga perjudicado?
- Esto es la vida real, padre. Aquí no siempre hay un Deus ex Machina que lo soluciona todo en el último momento. Repito, todavía estamos a tiempo de dejarlo correr y olvidarnos de todo. ¿Es eso lo que realmente quiere hacer?
Hubo un prolongado silencio al otro lado de la línea y, finalmente, su interlocutor respondió:
- No.
- En ese caso, padre, rece por todos nosotros. Y recuerde: la violencia es injusta según de donde viene.
- Perdóneme si ahora mismo no estoy de humor para citar filósofos franceses muertos.
- ¿Quién lo está? No hay nada más pedante que un filósofo francés, vivo o muerto. A plus tard, mon père - se despidió Niemand, con sorna, mientras cortaba la llamada.
- Muchas gracias.
- De nada -, dijo Stu, contento de ver salir de su oficina a aquel cliente tan cordial y molesto a la vez. El forastero cruzó el aparcamiento en dirección a su viejo Ford Mustang para volver a guardar la guitarra en su funda, acomodándola en el maletero con toda reverencia. A continuación se introdujo en el vehículo y arrancó en dirección al Motel Bates, siguiendo las indicaciones recibidas de Star & Ángela.

Hacía calor. Demasiado para aliviarlo bajando las ventanillas, e incluso poniendo a tope el viejo sistema de ventilación del Mustang. El sol estaba en lo más alto y el aire soplaba seco y cálido desde el desierto. A esas horas Red City parecía una ciudad fantasma, excepto por algunos peatones que volvían del trabajo y varios ancianos sentados en las escaleras de sus viviendas, abanicándose con el ala de su sombrero mientras degustaban un vaso de limonada.
El Boulevard de La Marina recorría un par de kilómetros de ciudad, casi en línea recta, en dirección a las montañas y al embalse de San Marcos. Red City se hallaba tan lejos del océano que el nombre de la avenida no tenía sentido a menos que supieses que se debía a un alcalde de los años 50, Alfredo de la Marina, que había impulsado el crecimiento de la urbe mediante una ambiciosa política de recalificación de los terrenos circundantes. Sin embargo, el abastecimiento de agua seguía siendo el talón de Aquiles de una ciudad que había duplicado su tamaño a costa de las arenas del desierto. Hacia el final el paisaje urbano se iba haciendo más y más espaciado, con abundancia de mansiones de estilo colonial de dos pisos, cada una de ellas con su correspondiente piscina y amplios jardines mexicanos.
El Motel Bates - o lo que Niemand supuso debía de ser tal lugar - se hallaba casi al final de la avenida, lindando con un viejo rancho que tenía pinta de haber conocido días mejores. El forastero estacionó a cierta distancia, bajo la sombra de una frondosa acacia. A excepción de un par de todoterrenos aparcados en el exterior, no vio el menor rastro de presencia humana en el edificio, cuya puerta estaba cerrada y tenía el mismo aspecto que la entrada de una prisión federal. Recostando el asiento del coche, dormitó durante un par de horas hasta que el sol comenzó a declinar en el horizonte y el sonido de los grillos y de los gorriones de cuello negro se hizo cada vez más audible. Sólo entonces Niemand salió del Mustang para abrir de nuevo el maletero y rebuscar dentro hasta extraer un hacha Husqvarna S1600 de color negro y rojo. Tras hacer un par de fintas para comprobar el agarre y el equilibrio, echó a andar en dirección al viejo hotel, al descubierto y sin hacer el menor esfuerzo por pasar desapercibido.
Dentro, en el vestíbulo, un hombre armado hacia guardia mientras intentaba resolver un crucigrama. Si hubiese tenido la mirada atenta a las cámaras de seguridad hubiese podido ver acercarse a un desconocido que llevaba un hacha al hombro, como si fuese un bate de beisbol. Pero no lo hizo, por lo que no reparó en el visitante hasta que este golpeó la puerta desde el exterior. Sorprendido, se incorporó de golpe, recuperando su arma a la vez que observaba la mirilla digital. Pero antes de que pudiese reaccionar la puerta se abrió sola, sin que nadie le diese al interruptor. La idea de que aquello era imposible pasó por la mente del hombre de forma tan fugaz como el hacha que se estrelló contra su cabeza y que parecía haber surgido de la nada. El guardia cayó de rodillas y Niemand apoyó el pie derecho en su cuerpo para recuperar el hacha, que se desprendió haciendo un húmedo ruido de succión y desperdigando grumos de materia cerebral ensangrentada por todo el suelo.
El segundo guardia fue mucho más rápido, pero no lo suficiente. Apenas había desenfundado su arma cuando el hacha impactó contra su costado izquierdo, a la altura del corazón, golpeándole con tanta fuerza que su cuerpo retrocedió varios pasos de golpe hasta estrellarse contra la pared a sus espaldas. El matón, no obstante, con sus últimos hálitos de vida intentó levantar la mano para disparar a bocajarro a su agresor. Sin perder la compostura, Niemand recuperó el hacha y tomando impulso de nuevo, la estrelló con todas sus fuerzas en el hombro del hombre, muy cerca del cuello, seccionando huesos y músculo como si fuesen palillos chinos. El arma resonó al caer sobre el suelo mientras que el cuerpo del vigilante quedaba sentado e inerte, con el brazo izquierdo casi separado del tronco. A esas alturas, en el piso superior empezaban a oírse gritos de alarma, así como el sonido de carreras y puertas abriéndose y cerrándose. El intruso observó las líneas de salpicadura de sangre que habían quedado marcadas en la pared, y que recordaban algunos de los trabajos primerizos de Pollock o Basquiat.
- Como echaba esto de menos - musitó para sí, y echó a caminar en dirección a las escaleras mientras canturreaba en voz baja el estribillo de una vieja canción de Frank Sinatra:

- «I’ve you got under my skin.
I’ve you got deep in the heart of mine.
So really in my heart that you’re really a part of mine,
I’ve you got under my skin».

(Continuará).

Este relato ha sido registrado en Safe Creative de forma previa a su publicación.

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