Incidente en Red City #13


(Imagen de Pexels en Pixabay)

Comparado con el resto de la ciudad, el cementerio de Red City era un lugar agradable, casi un oasis en medio del desierto. Los primeros pobladores lo habían construido no muy lejos del límite municipal, bajo la sombra protectora de una colina que hacía a la vez de muro natural frente al cálido viento que soplaba desde White Sands, a la que habían añadido varias hileras de árboles autóctonos para crear espacios de sombra que sirviesen de improvisado refugio del sol a los visitantes.
Desde un promontorio cercano, semioculto tras el tronco de un álamo temblón, Niemand observó la ceremonia de despedida de los restos de Jordana Williams. Poca gente, en su mayoría parientes y amigos cercanos, supuso. El sacerdote pronunció un responso tan emotivo como lleno de tópicos y lugares comunes acerca del más allá y la otra vida. No le prestó mucha atención: había oído demasiados, y casi hubiera podido repetirlos todos y cada uno de ellos de memoria.
Poco antes del final una figura se separó del resto del grupo y se encaminó hacia donde él se encontraba. Cuando estuvo más cerca Niemand reconoció al padre Whelan, que en esta ocasión iba vestido de paisano, con un traje de lino color crema que no daba la menor pista sobre su condición sacerdotal.
- ¿Qué tal?
- Bien. Desde aquí arriba parecía una ceremonia preciosa. Buen detalle el del ataúd cerrado. No creo que fuese un espectáculo muy agradable, pese a todo el trabajo que se hayan tomado los de la funeraria.
- ¿Por qué no se ha animado a asistir? Estoy seguro de que la familia le hubiera agradecido todo lo que ha hecho por ellos - dijo el religioso, en un poco disimulado esfuerzo por cambiar de tema.
- No he hecho nada. Tampoco lo he hecho por ellos. Además, los entierros son para los muertos, no para los vivos. Mi presencia sólo les aportaría malos recuerdos.
- Es usted muy considerado.
- Por otra parte, la policía todavía me está buscando. He contado al menos cinco agentes de paisano y dos coches patrulla camuflados a lo largo de todo el cementerio.
- Sí, el inspector Dunne sigue interesado en charlar con usted aunque, curiosamente, parece haberse olvidado de la señorita Budny.
- ¿Ella tampoco ha venido?
- No. Al igual que usted, tampoco lo ha considerado... apropiado, dadas las circunstancias de su particular relación con la difunta.
- Entiendo. ¿Y qué tal se encuentra?
- Ah, pues muy bien. Se ha ofrecido como voluntaria para colaborar en el albergue mientras encuentra un nuevo trabajo y retoma sus estudios. Para ser exactos, dice que un ángel de fuego le ha mostrado su futuro, y que será una escritora de éxito, rica, famosa y solidaria. ¿Qué le parece?
- Un efecto secundario de las drogas, sin duda - repuso Niemand -. Si yo fuese usted, le pondría un candado al armario de las medicinas durante unas cuantas semanas. Sólo por si acaso.
- Es posible. Sin embargo... al escucharla no he podido evitar acordarme de la conversación que mantuvimos el primer día. Mi alemán está un poco oxidado, pero juraría que en dicho idioma Niemand significa «nadie».
- ¿Qué puedo decir? Todos los buenos nombres estaban cogidos, y mis padres eran gente con muy poca imaginación.
- También está el detalle de su relación con el padre Ferrec. Dijo que se conocieron en El Líbano, durante la década de los setenta. Sin embargo, o era usted muy joven por aquel entonces, apenas un recién nacido, o se conserva extraordinariamente bien para su edad.
- Ahí me ha pillado. Le contaré mi secreto: dieta sana, mucho ejercicio, y algo de cirugía plástica - confesó Niemand, en tono conspiratorio, mientras le guiñaba un ojo al sacerdote para reforzar el sarcasmo de sus palabras. Whelan suspiró antes de insistir con una nueva pregunta:
- ¿Y qué hará ahora?
- ¿Ahora? Ya he terminado lo que vine a hacer a Red City, y la semana que viene hay un festival de música en vivo en una sala de conciertos de Memphis. Quién sabe, igual me tropiece por ahí con Jack White y pueda desafiarle a un combate de guitarras. No estaría mal, ¿no le parece?
- No sabría decirle. ¿Y tiene pensado volver alguna vez por Red City?
- Mientras Ferrec siga vivo, sí. Después... ¿quién sabe? - dijo Niemand, mientras se encogía de hombros -. Los Estados Unidos son muy grandes, y aún quedan muchos rincones por descubrir para un músico vagabundo como yo. Aunque echaré de menos a Ferrec, y esas conversaciones interminables que manteníamos sobre el azar, el destino, y la trascendencia del mundo material, entre otras tonterías.
- Puede que yo no sea un contertulio tan ameno o tan erudito como el padre Ferrec, pero en lo que a mí respecta, aquí siempre será bienvenido... y me encantaría discutir con usted de lo que haga falta, con una limonada o una cerveza Modelo rubia bien fría en la mano.
- ¿Sabe usted jugar al ajedrez?
- No.
- Mejor. Odio el ajedrez. Pero ahora tengo que irme, antes de que el inspector Dunne ordene otra batida por el cementerio, o se le ocurra vigilarle de cerca, padre. Como se suele decir en estos casos: «No hay tierras extrañas, el que viaja es el único extraño».
- ¿Joseph Conrad?
- No. Robert Louis Stevenson.
- Touché, de nuevo. Algún día le ganaré a este juego de citas de personajes famosos.
- Algún día, pero hoy no. Hasta la vista, padre. Y rece un Padre nuestro por mí, ¿quiere? - se despidió Niemand, justo antes de encaminarse hacia su Ford Mustang, aparcado bajo una zona de sombra cercana. Pero antes de que recorriese un par de metros, el sacerdote llamó de nuevo su atención.
- ¿Se acuerda de lo que hablamos el otro día? ¿Todas esas preguntas acerca de la voluntad divina, el mal menor y el libre albedrio?
- Sí, claro.
- Tal vez lo importante no sea tanto lo que hacemos como por qué lo hacemos. Y si nada escapa a su Voluntad, puede que nuestros actos obedezcan a un propósito más elevado, aunque desde nuestra limitada compresión de la realidad no siempre podamos ser conscientes de ello. Dicho de otro modo, puede que algunas veces el mal sirva al bien, sin saberlo.
- El bien, el mal, son conceptos demasiado confusos. Yo prefiero pensar en términos de correcto o incorrecto, y ahora mismo sería muy incorrecto que nos encontrasen aquí juntos, confraternizando, en especial para usted - insistió el forastero, sin detenerse ni reducir el paso.
- Muy considerado de su parte. Vaya con Dios, amigo.
- ¿Por qué todo el mundo se empeña en juntarnos? - musitó para sí Niemand mientras se sentaba en el coche y accionaba el contacto. Pero no esperaba respuesta, y nadie se la dio.

Niemand no se apresuró. Pese a que toda la policía de Red City le estaba buscando, pasó por el hotel a recoger su equipaje y pagar lo poco que debía, momento que aprovechó para recordarle a Stu que tuviese cuidado con los pasos de peatones, aunque el recepcionista no pillaría el sentido de sus palabras hasta varios meses más tarde, cuando un Toyota Célica fuera de control lo alcanzó y lo lanzó varios metros por el aire, antes de caer entre dos vehículos aparcados, con ambas piernas rotas.
A continuación se dirigió al café de Anthony, para disfrutar de una última porción de tarta de queso y cerezas acompañada de varias tazas de café negro. Al pagar, dejó una abundante propina con la condición de que la mitad se emplease en pagarle varios cafés al predicador.
Al salir no vio a Caine y por un momento pensó que era demasiado pronto, y que el viejo no saldría de su refugio hasta que se ponía el sol, como los vampiros, pero cuando giraba para salir del parking y tomar el camino de salida pudo verlo al otro lado de la avenida, con su habitual pancarta que en esta ocasión rezaba: «La teología es la lógica del diablo». Interesante, pensó Niemand. Casi lamentó no poder quedarse para ver cuáles eran las siguientes máximas que recuperaba el predicador, aunque por otro lado, ya las conocía casi todas.
Al dejar la ciudad, en vez de tomar la ruta 25 en dirección Alburquerque, se desvió por la vieja carretera interestatal que atravesaba las montañas hacia el parque nacional de White Sands y seguía hasta pasar muy cerca de Alamogordo. Al cabo de un buen rato de conducir, llegó a un recodo de la carretera desde el que se divisaba toda Red City. Reduciendo la velocidad, buscó algún lugar en el arcén donde detener el Mustang y a continuación salió del vehículo para contemplar con calma la ciudad. Recostado sobre el capó delantero del Ford buscó entre sus bolsillos hasta dar con un viejo mechero Zippo de gasolina, y le prendió fuego al cigarrillo, aspirando el humo con el deleite de un alcohólico que echa un trago de nuevo por primera vez en muchos años. El padre Kellerman tenía razón, se dijo: la tentación sabe mucho mejor cuando más te resistes a ella.
El sol comenzaba a desaparecer en el horizonte y Niemand pudo ver Red City tal y como Ferrec le había sugerido: roja y brillante, casi en llamas, como un pequeño rincón del averno en la tierra. Pero Niemand sabía que no era cierto. Él conocía el infierno, y no tenía nada que ver con aquello. Una ciudad, un pueblo, cualquier lugar, no era mejor ni peor que la gente que allí vivía. Red City sería lo que sus habitantes quisieran que fuese, para bien o para mal. Pero eso a él le traía sin cuidado. Apuró el cigarrillo con calma, sin apresurarse, hasta que sólo quedó una colilla reseca que depositó en el cenicero del Ford. Tras echar un último vistazo a la ciudad que se desvanecía entre las sombras, a su espalda, arrancó de nuevo el vehículo para retomar la marcha. Aún le quedaba un largo camino hasta Memphis, y estaba ansioso por tomarse una cerveza bien fría mientras tocaba la guitarra y disfrutaba de la compañía de una joven morena con el cuerpo repleto de piercings y tatuajes, aunque no necesariamente por ese orden.

¿FIN?

Este relato ha sido registrado en Safe Creative de forma previa a su publicación.

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