Incidente en Red City #03


(Imagen de Manfred Richter en Pixabay)

Una joven con hábito picó a la puerta y entró para dejar sobre la mesa una bandeja con las dos tazas de café, una jarra de leche y el azucarero.
- Gracias, hermana. ¿Por dónde iba? Ah, sí. Las mafias. Nosotros, desde aquí, intentamos contrarrestar su actividad, ayudando a la gente a escapar de su influencia y empezar de nuevo. Muchos de nuestros voluntarios, de hecho, son personas que han vivido el abuso en su propia carne y quieren ayudar a otras personas a superarlo con el apoyo de su experiencia. ¿Le estoy aburriendo?
- No. Es sólo que me parece que da muchas vueltas antes de ir al grano.
- Muy bien - suspiró el sacerdote -. El año pasado, por estas fechas, me visitó una periodista local. Se presentó como Jordana Williams, y me dijo que quería hablar con algunas de nuestras residentes para un documental que estaba preparando sobre la industria del sexo en la costa Oeste. No vi nada malo en ello, así que le di vía libre. Sin embargo... me temo que a raíz de aquellas entrevistas, la señorita Williams decidió implicarse más a fondo en la materia. Hacer auténtico periodismo de investigación, por así decirlo. Empezó a frecuentar algunos lugares poco recomendables para hablar con las chicas en su ambiente de trabajo, y me consta que recibió varias amenazas por parte de algunas mafias locales que empezaban a ponerse algo nerviosas ante su persistencia. En resumen, hace cosa de un mes desapareció sin dejar ni rastro ni avisar a nadie de que tuviera pensado ausentarse. Por supuesto, denunciamos el caso en comisaría, e incluso hablé con un inspector de Homicidios llamado Dunne que me prometió hacer todo lo posible, pero no he vuelto a saber nada de él desde entonces.
- Porque sospecha que está muerta y enterrada, igual que usted. Pero ninguno de los dos está realmente seguro. Y esa incertidumbre es la que no le deja dormir tranquilo por las noches, ¿me equivoco?
- No. Veo que Ferrec tenía razón: es usted muy perspicaz. No puedo evitar pensar que, sea lo que sea lo que le haya ocurrido, en parte es culpa mía. Pero sobre todo, lo que me angustia es no saber; no saber si está viva o muerta, donde está su cadáver, si sufrió mucho antes de morir... Todos esos interrogantes me mortifican. ¿Lo entiende?
- En parte. Siempre me ha intrigado esa tendencia de los católicos a mortificarse por cosas que escapan a su control.
- Llámelo entonces, si quiere, sentido de la responsabilidad. En cierto modo, todos somos responsables los unos de los otros.
- No hay inocentes, sólo distintos grados de responsabilidad - recitó Niemand.
- ¿Hans Jonas?
- No. Stieg Larsson. El de la trilogía Millennium.
- Touché. ¿Y qué le parece? ¿El padre Ferrec tiene razón? ¿Cree que puede ayudarnos a salir de dudas?
- Depende. No puedo prometerle milagros, sólo respuestas. Y puede que algunas de ellas no le gusten.
- Lo entiendo - asintió Whelan.
- Necesitaría saber más acerca de la señorita Williams antes de empezar. Donde vivía, amistades, compañeros de trabajo y con quien se relacionaba durante el último año, en especial quienes eran sus confidentes habituales.
- Le he preparado un resumen lo más detallado posible - dijo su anfitrión, de la que extraía un portafolios del cajón superior de su mesa escritorio. Estaba claro que el sacerdote era un hombre metódico, como el propio Niemand -. Jordana entrevistó a bastante gente, pero justo antes de desaparecer se vio en varias ocasiones con una... ¿cuál es la expresión? ¿bailarina exótica?
- Stripper.
- Una chica llamada Lesya que trabajaba en The Sinnerman, un club del distrito sur de la ciudad.
- ¿Lesya qué más?
- Budny. Creo que Lesya es el diminutivo de Aleksandra, o algún nombre similar. Aleksandra Budny. Sin embargo, por lo que sé, Dunne no ha podido dar con ella. Tampoco es extraño. Esta gente tiene mucha movilidad. Cambian de trabajo y de ciudad cada cierto tiempo. Puede que no sea más que otro callejón sin salida.
- Puede - aceptó Niemand -. Este bien. Echaré un vistazo, haré unas cuantas preguntas. Pero que quede claro que no le prometo nada, ¿de acuerdo?
- Por supuesto.
- Un último detalle. ¿Hasta dónde está dispuesto a llegar?
- ¿Cómo dice?
- Ya me ha oído. ¿Hasta dónde está dispuesto a mancharse las manos? Porque la gente no está ahí fuera esperando impaciente para contarme todo lo que saben. Habrá que recurrir a algo de persuasión, buenas dosis de diplomacia, y en ocasiones tendré que ponerme desagradable. No sé si me explico.
- Perfectamente.
- ¿Y bien?
- Yo no puedo sancionar el uso de la violencia, salvo en casos de legítima defensa e, incluso así, como último recurso.
- Vale. Pero supongamos, sólo supongamos, que para ayudar a alguna persona tengo que perjudicar a otra, o incluso a varias personas. ¿Hasta dónde puedo llegar?
- Tampoco creo en el falso dilema del bien mayor. Cualquier vida es sagrada. Cincuenta almas no valen más que una, ni se puede sacrificar así como así a un individuo en beneficio de la mayoría.
- No ha contestado a mi pregunta.
- Lo siento. Supongo que si yo me viese en un dilema semejante, intentaría elegir la opción que me dejase dormir mejor por las noches durante el resto de mi vida.
- Entendido - dijo Niemand, poniéndose de pie -. Una última cuestión. Antes ha dicho que cualquier vida es sagrada.
- Sí, así es - asintió Whelan, intrigado -. ¿Por qué?
- ¿Cualquiera? ¿Está seguro? ¿Incluso la mía?
- Sí, claro. Ante los ojos de Dios, todos somos iguales.
- Interesante - murmuró el forastero, más para sí que para su interlocutor -. Le mantendré informado - añadió, casi bruscamente, de la que salía sin mirar atrás. El sacerdote permaneció varios segundos observando la puerta, pensativo, como si algo le preocupase, y al cabo de un rato retomó su trabajo, dejando a su visitante en un segundo plano, aunque sin olvidarlo del todo.

En el vestíbulo, junto a la puerta de salida, un Cristo crucificado pintado en la pared despedía a todos los visitantes del albergue. El forastero se detuvo a observar la figura mientras recordaba las palabras del padre Whelan. Después, riéndose por lo bajo, abandonó el edificio sin volver la vista atrás.

Desde fuera, The Sinnerman no se diferenciaba mucho del resto de locales de copas y alterne que abundaban en lo que antiguamente había sido el barrio de moda de la ciudad y que ahora se había convertido en un mercado de carne que, lejos de esconderse entre las sombras, brillaba en la noche como un aeropuerto gracias a las luces de neón de los escaparates, el alumbrado público, los semáforos y los faros de los numerosos vehículos que circulaban a escasa velocidad por la zona. El portero no le puso ningún problema para entrar. En realidad, casi ni reparó en él. El forastero tenía la facilidad de pasar desapercibido. Nadie que le viese hubiera podido recordarle después, ni acertar a describirle con un mínimo de exactitud. Normalmente, eso era una ventaja, como ahora.

(Continuará).

Este relato ha sido registrado en Safe Creative de forma previa a su publicación.

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