Incidente en Red City #02


(Imagen de Mabel Amber en Pixabay)

- ¿Padre Ferrec? Tiene visita.
- ¿Eh? - el anciano salió de su ensimismamiento ante la presencia de la celadora y su acompañante. El viejo sacerdote, ya retirado, se hallaba sentado bajo la sombra de un frondoso roble español para protegerse del incipiente sol de la mañana. Bajo las ropas su cuerpo semejaba frágil, huesudo y delgado, aunque sus ojos brillaban con una inconfundible chispa de inteligencia.
- Digo que tiene visita. Este de aquí es su amigo... Niemand, ha dicho, ¿no es así?
- En efecto - asintió el forastero, con su mejor expresión de vendedor ambulante de biblias. Para la visita se había arreglado un poco el pelo además de introducir la camisa por dentro del pantalón, pese a lo cual seguía presentando un aspecto un tanto informal y descuidado.
- Ah, sí. El bueno de Niemand. ¿Le importaría dejarnos a solas un rato?
- Como no. Pero no le agote demasiado. Dentro de un par de horas tenemos clase de gimnasia - dijo la joven, antes de dar media vuelta y alejarse haciendo oscilar cadenciosamente sus atractivas nalgas.
- ¿Qué tal? - preguntó Niemand, tomando asiento junto al ex sacerdote -. Tienes buen aspecto.
- Un carajo. Y encima, tengo que hacer gimnasia, terapia, y Dios sabe cuántas tonterías más... No sé porqué los médicos y los científicos se empeñan en que vivamos hasta los cien años, para acabar convertidos en viejos chochos, sentados en sillas de ruedas, usando pañales y con el cerebro convertido en un queso de gruyere. ¿O a ti te parece que esto es vida?
- No sabría decirte. El lugar es agradable, y la chica bastante mona. Y simpática. Podía ser peor. ¿No había un relato de William F. Wallace que trataba precisamente sobre eso? ¿Un futuro en el que los científicos habían descubierto el secreto de la longevidad, sólo para acabar convertido en un mundo de viejos seniles, donde los más jóvenes cuidaban del cada vez mayor número de ancianos enfermos de alzhéimer?
- Echaré de menos estas conversaciones tan profundas. Tú sí que tienes buen aspecto, cabrón. Yo casi no puedo levantarme de la cama sin ayuda. Y no te cuento cuando tengo que ir al baño, la humillación de tener depender de un hombre más joven para todo, incluso para bajarte y subirte los pantalones. Qué asco.
- Mmm. Supongo que no querrás un trago de esto, ¿no? - repuso Niemand, de la que extraía una botella de bourbon del interior de su americana.
- ¿Estás loco? ¿Cómo se te ocurre entrar aquí con eso? Trae acá - exigió el padre Ferrec, empinando la botella hasta que casi la mitad del contenido de la misma desapareció por su garganta -. Dios te lo pague.
- De nada.
- Eres un cabronazo difícil de encontrar, ¿lo sabías? Llevo varios meses dejándote recados por todos los hoteles y tugurios de mala muerte que sueles frecuentar. ¿Quién diablos no tiene todavía móvil a estas alturas del siglo XXI?
- Bueno, ya estoy aquí, ¿no? ¿Qué quieres decirme que es tan importante?
- En realidad no es para mí, sino para un compañero de congregación, el padre Whelan. Está a cargo del albergue juvenil, tiene un problema, y me pareció que alguien con tu... talento y habilidades podría serle de ayuda.
- ¿Qué clase de problema?
- Prefiero que te lo explique él... Mi cabeza ya no funciona correctamente. Soy incapaz de ir en línea recta. Divago, doy vueltas, me repito, y termino por olvidarme de lo que estaba hablando. Es esta ciudad, ¿sabes? Tiene algo que le hace daño a la mente de las personas. Red City. ¿Conoces el origen del nombre?
- No puedo decir que lo conozca.
- Los primeros habitantes del valle construyeron sus casas con ladrillos de barro rojo, del que abundaba a orillas del río. A última hora del día, cuando el sol se ponía tras las montañas, la ciudad parecía un paisaje del infierno, como una escena sacada de un cuadro del Bosco. Así que la gente fue usando cada vez menos su nombre original y cambiándolo por el de Red City. Y así, hasta hoy. Un pequeño fragmento del averno en la tierra.
- Qué poético.
- Para nada. Algunos preferimos llamarla la ciudad de las almas perdidas, que tampoco es mal nombre.
- ¿Todo esto tiene algo que ver con el motivo de mi visita?
- Whelan te pondrá al corriente - suspiró Ferrec -. El está al tanto del... problema mucho mejor que yo. Pero hazme un favor, ¿quieres? Cuando estés con el padre Whelan, intenta no ser tan... tú mismo. Tu ya me entiendes. ¿Vale? Compórtate.
- Seré un modelo de sobriedad y rectitud cristiana.
- Eso espero. Soy demasiado viejo para recibir otra reprimenda de parte del obispo. ¿Te queda algo de ese matarratas que viene etiquetado como bourbon?
- Aha.
- Pues vamos a por el último brindis, y después me cuentas que ha sido de tu vida durante todos estos años.
- No hay mucho que contar.
- No, yo no tengo mucho que contar. Pero sinceramente dudo que ese sea tu caso.
Niemand reflexionó en silencio durante varios segundos y, por fin, se inclinó hacia Ferrec a la vez que decía:
- Padre, perdóneme porque he pecado.
- Ya no soy sacerdote, y no puedo escuchar oficialmente tu confesión.
- Entonces, escúcheme como un amigo.
- Eso sí puedo hacerlo - aceptó Ferrec.

- Así que usted es el famoso amigo del padre Ferrec.
Whelan parecía una versión más joven de Ferrec. Era pelirrojo, rondaría en torno a los 35 años y se mantenía en forma, aunque se notaba una cierta propensión a la obesidad en su rostro y el contorno de su cintura. Vestía de negro y alzacuello blanco sin más complementos o adornos que un viejo reloj Patek de muñeca. Había aceptado recibirle en su modesto despacho del albergue juvenil que regentaba cerca del Barrio Viejo.
- ¿Famoso?
- Bueno, él habla muy a menudo de usted, aunque nunca ha especificado de qué se conocen.
- Estuvimos juntos en El Líbano durante la década de los setenta.
- Ah. Entonces, ¿es usted arqueólogo?
- No - repuso Niemand. Whelan esperó a que este añadiera algo más, aunque al cabo de un rato se dio cuenta de que el visitante no pensaba dar más explicaciones.
- En cualquier caso, me alegro de conocerle, señor... Niemand. ¿Ese es su nombre o su apellido?
- Ambos.
- Ah - repuso su cada vez más cohibido anfitrión -. En fin, no sé si el padre Ferrec le ha comentado algo a propósito de nuestro problema.
- No. Fue bastante estricto a la hora de señalar que le correspondía a usted todo lo relativo a dar explicaciones.
- Entiendo. ¿Quiere tomar algo? ¿Un café, una limonada?
- Un café estaría bien, gracias.
El sacerdote habló con alguien a través del teléfono interior antes de retomar la conversación.
- ¿Desea un cenicero?
- No fumo, gracias.
Whelan observó, confuso, el cigarrillo que colgaba de la boca de su interlocutor, pero desistió de hacerle más preguntas al respecto.
- ¿Había estado alguna vez antes de ahora en Red City?
- No. Reconozco que esta es la primera vez.
- ¿Y qué le ha parecido?
- No sé si me quedaría a vivir aquí, pero de momento lo que he visto no está mal.
- No es un mal sitio - se excusó Whelan -. Por desgracia, estamos demasiado cerca de la frontera y Red City es una zona de tránsito: turistas, narcotraficantes, mulas, ilegales, lo que se tercie. Y también mujeres. Chicas de todas las edades y procedencias, que buscan triunfar en el mundo del cine o de la moda, por poner un par de ejemplos. Algunas lo consiguen y otras, demasiadas, acaban en manos de alguna red de proxenetas que las explotan sexualmente a lo largo y ancho de toda la ruta de la autopista de la Costa del Pacífico. A las mafias tradicionales del otro lado del río han empezado a sumarse grupos de Europa del Este que han llegado durante los últimos años, y que cada vez son más activos, en especial en todo lo que tiene que ver con la prostitución y la trata de blancas.

(Continuará).

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