Un trabajo de rutina /05

Al día siguiente Michal abandonó su oficina temprano para llegar con tiempo de sobra a su cita con Sara Montes. Cuando llegó al Starbucks, la joven ya estaba ahí, sentada en una mesa de la terraza exterior, ojeando una revista de moda mientras esperaba a que se enfriase su café. La investigadora no tuvo problemas en reconocerla. Sara lucía un poco más delgada, se había recortado su larga melena y vestía de forma informal, aunque pulcra y con mucho estilo, pero seguía teniendo aquella mirada tan suya de tristeza y esa expresión, entre algo ausente y melancólica, que la caracterizaban. En vez de dirigirse directamente a la mesa, Michal entró en el local para pedir otro café y de paso coger uno de los periódicos del día, lo que le permitió estudiar a la joven a distancia sin que esta se diese cuenta. Desde luego, tenía algo. Una cualidad indefinible, pero que la hacía destacar entre todos los clientes del local y que despertaba ternura en el espectador. Para su sorpresa, Michal descubrió que se sentía atraída hacia ella. Sentía la compulsión de abrazarla y consolarla hasta hacerla reír otra vez, y quedarse hipnotizada ante su sonrisa. Estaba claro que, después de todo, ella tampoco era inmune al efecto que ejercía Sara Montes. Al cabo de un rato recogió su café y se encaminó hacia la mesa.
- Hola. Tú debes de ser Sara - dijo, por todo saludo.
- Y tú debes de ser... ¿Michal? Curioso nombre. Al verte llegar he pensado que podías ser tu, pero como has pasado de largo sin mirarme...
- Perdona. Te he visto con el café, y a mí también me han entrado ganas de pedirme uno.
- Claro. Siéntate, por favor - ofreció la joven, con un gesto mayestático, cual princesa que la invitase a entrar en su castillo -. Así que eres detective privado.
- Algo así.
- Y te ha contratado mi familia para...
- En principio, sólo para localizarte y asegurarme de que estás bien. Tu tía está preocupada por el hecho de que no quieras verla ni hablar con ella.
- Mi tía - repitió Sara, con un tono de voz curiosamente neutro -. Es curioso. Sabía que este momento llegaría más tarde o temprano, pero ahora que estamos aquí, no sé por dónde empezar.
- Deja que te lo ponga fácil. Para empezar, tú no eres Sara Montes.
Michal hizo una pausa para ver el efecto que sus palabras causaban en su interlocutora, pero esta se limitó a esperar, como queriendo animarle con su silencio a seguir hablando.
- Es cierto que te pareces muchísimo. Como dos gotas de agua. Podrías engañar a la mayoría de la gente, incluso a los que ya conocían a Sara antes de que se fuera. Pero hay algunos detalles... tus dedos, el puente de la nariz, incluso la estatura, que son diferentes. Tú eres un poco más alta, aunque te esfuerces en disimularlo calzando deportivas y cargando los hombros hacia delante.
- ¿Cuando te diste cuenta?
- Empecé a sospecharlo hace poco, pero has sido tú quien acaba de confirmármelo.
- No es lo que tú crees - dijo la joven, con un suspiro.
- Te diré lo que yo creo. La historia de Brasil es casi completamente cierta, salvo por un pequeño detalle: Sara fue la que murió. Y tú eres la otra chica, la que conoció allí, y cuyo nombre se tatuó en el brazo, igual que tú hiciste con el suyo. Por eso tenías que borrártelo, ¿verdad? Porque era una de las pocas pruebas de que tu no eras Sara Montes, sino otra persona.
- Gaby tenía razón - dejó caer la falsa Sara -. Eres muy buena. Casi lo has deducido todo.
- Casi. Por eso me gustaría que me contases lo que todavía no sé: cómo se produjo el intercambio de personalidades, y por qué.
- Fue idea suya - respondió su interlocutora, suspirando de nuevo -. Yo no soy ni la mitad de lista de lo que era Sara. A mí jamás se me hubiese ocurrido.
- ¿Cómo os conocisteis?
- Es una larga historia. Yo también soy de por aquí. Hace unos cinco años, mi novio... pareja, como quieras llamarlo, me convenció para que nos fuéramos a vivir a Brasil. Él siempre andaba metido en asuntos sucios, debía mucho dinero a mucha gente, y le buscaban para romperle las piernas y algún que otro hueso del cuerpo, así que pensó que cambiar de aires podría ser una buena idea. Yo no lo tenía tan claro, pero al final le hice caso, como siempre.
>>Al principio todo iba bien. Alquilamos un pequeño apartamento en las afueras de Rio y pasábamos el tiempo de juerga, tostándonos al sol en la playa, o tomando algo en cualquiera de los chiringuitos del paseo marítimo. Pero a Mario... mi pareja... le faltó tiempo para volver a meterse en líos con las mafias locales, y un buen día, al volver a casa, me encontré con que se había largado con lo que quedaba de nuestros ahorros, y que sus amigos me buscaban también a mí para cobrarse la deuda obligándome a hacer la calle para ellos, así que tuve que huir y esconderme en las favelas como pude.
>>Fue una época asquerosa. ¿Sabes lo que es pasar semanas sin poder cambiarte de ropa, ni ducharte, ni lavarte la cabeza, ni siquiera los dientes? Al final tuve que hacer de todo para salir adelante: mendigar, robar, incluso prostituirme con los turistas en los callejones más cutres de la ciudad. Ni te imaginas lo que he llegado a hacer por veinte míseros reales, o lo que algunos han llegado a pedirme por dinero. Todo ello mientras le seguía dando el esquinazo a la policía, los escuadrones de la muerte y a los ex-socios de Mario. Te juro que más de una vez pensé en suicidarme o simplemente en dejar que me cogieran y me pegasen un tiro en la cabeza, pero supongo que el instinto de supervivencia es demasiado fuerte. Al final me convertí en una profesional del robo con drogas. Usaba lorazepam, escopolamina o burundanga para dormir a mis clientes y limpiarles la cartera. Tenía que ir a medias con mi proveedor, pero al menos era un negocio, y me dio cierto estatus en las calles. Así fue como conocí a Sara.
- ¿Ella era una de tus clientes? - inquirió Michal.
- Para nada. Al principio, simplemente nos llamó la atención el parecido físico. Me invitó a tomar algo y bromeamos con el hecho de que parecíamos hermanas gemelas, pero pude darme cuenta de que en el fondo me deseaba. Yo no soy exactamente lesbiana, aunque a veces he tenido sexo con otras mujeres por dinero, así que pensé en coquetear un poco más con ella, echarle la droga en el vaso, y sacar una buena tajada, porque se veía que manejaba pasta.
- Pero al final no lo hiciste.
- No pude - reconoció la joven -. Sara era tan buena persona que me hacía sentir especial, como si yo fuese la que le daba sentido a su mundo, cuando era exactamente al revés. Me sacó de la calle, me llevó a vivir con ella, me compró ropa nueva y fuimos juntas a los mejores clubes y restaurantes de la ciudad. Me decía que yo era su chica de Ipanema, y que gracias a mí había recuperado las ganas de vivir. ¿Cómo no iba a enamorarme de ella?
- ¿Y qué pasó después?
- Hicimos planes de futuro. Yo no podía volver a España. No tenía los papeles en regla, y todavía había demasiada gente que me podía relacionar con Mario, así que fue ella la que decidió quedarse a vivir allí, buscar una casa en el mejor barrio residencial de Rio, y empezar de cero, las dos juntas. Pero un día empezó a encontrarse mal. Al principio pensó que era una simple gastroenteritis, y no quiso ir al médico, pero al cuarto día tuvieron que ingresarla por Urgencias en el Hospital Samaritano. Una extraña infección en la sangre, dijeron. Si hubiese ido antes, tal vez hubiesen podido hacer algo más por ella pero, tal y como estaban las cosas, sólo podían medicarla con antibióticos de amplio espectro y dejar que la naturaleza siguiese su curso.
- Pero no sirvió de nada.
- No - corroboró la chica misteriosa, mientras se frotaba con rabia una lágrima furtiva de la mejilla.
- ¿Y cómo terminaste de convertirte en Sara?
- Fue... fue idea suya. Como te comenté, yo no podía volver a España, pero ella sí. Y dado que ya nos parecíamos como dos gotas de agua, no hizo falta mucho para completar la transformación. Sobornamos a un par de miembros de la Junta del Hospital para cambiar nuestros datos en el fichero y que pusieran mi nombre en el certificado de defunción, y eso fue todo. A partir de ahí empecé a vestirme y comportarme como Sara, y nadie se dio cuenta. Me hubiera gustado traerla de vuelta a España, pero su último deseo fue que arrojase sus cenizas al mar, y eso fue lo que hice. Por no tener, ni siquiera tiene una mala tumba, ni aquí ni allí.

(Continuará)

© Alejandro Caveda (Todos los derechos reservados).
Este relato ha sido registrado en Safe Creative (Registro de la propiedad intelectual) de forma previa a su publicación en el Zoco.

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