Bajo el Signo Amarillo (Una tragedia en tres actos) /01
Dedicado, con respeto, a Robert W. Chambers. Con un agradecimiento especial a Karl Edward Wagner, que me llevó de regreso a Carcosa al bañarme en las aguas de su rio de la ensoñación nocturna.
CASSILDA: ¡Te lo digo, estoy perdida! ¡Absolutamente perdida!
CAMILLA: ¿Has visto al Rey...?
CASSILDA: Y me ha robado el poder de dirigir o escapar de mis sueños.
Aun recuerdo como encontré El rey de amarillo. Hacía algún tiempo que Lucía se había ido del apartamento que ambos compartíamos en Nuñez de Balboa y yo solía dar largos paseos por la ciudad para no tener que enfrentarme a su ausencia y a todos los recuerdos y recriminaciones que esta llevaba asociados. Ese día, en concreto, mis pasos me llevaron hasta la cuesta de Moyano, donde, rebuscando entre montones de libros ajados y polvorientos, mis dedos tropezaron con un ejemplar diferente a los demás. En algún momento del pasado las cubiertas del libro debían de haberse estropeado y su propietario decidió encuadernarlo de nuevo, aunque al hacerlo había omitido incluir en portada el título así como el nombre de su autor. Investigando en páginas interiores acabé por descubrir que lo que tenía en las manos era un ejemplar de El rey de amarillo. No el libro de relatos de Robert W. Chambers, sino la obra de teatro original en la que este se inspiraba.
Agradablemente sorprendido, escogí varios volúmenes más al azar para disimular mi auténtico interés y no despertar así el instinto comercial del vendedor que, tras una inspección superficial de mi selección, me pidió catorce euros por todo el conjunto. Para seguir con el papel me hice todavía el remolón unos cuantos segundos más, pero acabé entregándole el dinero a fin de salir de ahí cuanto antes, y acercarme hasta alguna de las terrazas de la Castellana donde poder inspeccionar mi botín con más calma.
En realidad era muy poco lo que sabía acerca del libro, apenas lo que había leído en un artículo de la revista Suma de Letras, y lo que recordaba de mis conversaciones estudiantiles con Marcos en la cafetería de la Facultad. Según él, la obra original se había publicado a finales del siglo XIX, aunque no había seguridad al respecto ya que esta había sido recibida con hostilidad por parte de la bien pensante sociedad europea del momento, y denunciada y perseguida por las autoridades civiles y eclesiásticas, hasta el punto de que era muy difícil - por no decir casi imposible - hacerse con un ejemplar en buenas condiciones, como el mío. Así y todo, el libro había inspirado a toda una generación de artistas y escritores subyugados (siempre según mi compañero) por su prosa hipnótica y la fuerza narrativa de sus descripciones. Escritores entre los que se encontraba el propio Chambers y, a través de él, Lovecraft y todo su círculo. De hecho, no faltaba quien sugería que El rey de amarillo era el modelo a partir del cual habían surgido el Necronomicon y toda aquella retahíla de volúmenes malditos, tan peligrosos como imaginarios, propia de estos autores, aunque paradójicamente este si fuese real, como bien atestiguaba el ejemplar que yo ojeaba en ese momento. No había vuelto a pensar en Marcos y sus palabras desde entonces, pero ahora me parecía que ahí había material para un buen artículo que me ayudase a tener la mente ocupada y no pensar, en la medida de lo posible, en Lucia y en nuestra brusca ruptura.
Ya en casa decidí echarle un vistazo con más calma para comprobar que estuviese íntegro y no le faltasen hojas, sobre todo al final. Al parecer, mi ejemplar pertenecía a una edición pirata que se había realizado en 1926 en una imprenta clandestina de Madrid a partir de un original francés de la obra. Sin embargo, el nombre del traductor no aparecía por ningún lado, así como la identidad del autor de la obra que, según comprobé en Internet, constaba como anónima, si bien algunas fuentes responsabilizaban de la misma a un tal Castaigne...
Por lo que pude averiguar, El rey de amarillo tenía mala fama. Se suponía que su lectura acarreaba todo tipo de males y más de un supuesto especialista lo tildaba de peligroso, aunque lo más probable es que todo aquello no fuese más que una leyenda negra urdida por sus detractores. Chambers, por ejemplo, no sólo lo había leído sino que además había reproducido fragmentos de la obra dentro de sus propios relatos y, según todas las fuentes, había sido un artista bien considerado que gozó de una posición social desahogada a lo largo de toda su vida, hasta su muerte, acaecida por causas naturales en 1933. De todas formas, reconozco que sentí cierta desazón al leer las primeras líneas, desazón que se fue desvaneciendo a medida que avanzaba y llegaba hasta el final del primer acto. Era interesante, sí. Enganchaba. Y no cabía duda de que su misterioso autor tenía una notable imaginación, así como un profundo conocimiento de algunos de los rincones más oscuros de la psique humana. Pero por lo demás, nada que uno no pudiese encontrar en una novela de William Burroughs o Poppy Z. Brite, por poner un par de ejemplos. Decepcionado, me dije a mi mismo que el concepto de "Inmoral" debía de haber cambiado mucho desde fines del XIX, y que lo que por aquel entonces les parecía motivo de escándalo a estas alturas del siglo XXI sería poco menos que anecdótico. Con un suspiro, dejé el libro en la mesita, al lado de la cama, dispuesto a retomar su lectura en otro momento. Pero esa noche, por más que lo intenté, no fui capaz de conciliar el sueño.
Agradablemente sorprendido, escogí varios volúmenes más al azar para disimular mi auténtico interés y no despertar así el instinto comercial del vendedor que, tras una inspección superficial de mi selección, me pidió catorce euros por todo el conjunto. Para seguir con el papel me hice todavía el remolón unos cuantos segundos más, pero acabé entregándole el dinero a fin de salir de ahí cuanto antes, y acercarme hasta alguna de las terrazas de la Castellana donde poder inspeccionar mi botín con más calma.
En realidad era muy poco lo que sabía acerca del libro, apenas lo que había leído en un artículo de la revista Suma de Letras, y lo que recordaba de mis conversaciones estudiantiles con Marcos en la cafetería de la Facultad. Según él, la obra original se había publicado a finales del siglo XIX, aunque no había seguridad al respecto ya que esta había sido recibida con hostilidad por parte de la bien pensante sociedad europea del momento, y denunciada y perseguida por las autoridades civiles y eclesiásticas, hasta el punto de que era muy difícil - por no decir casi imposible - hacerse con un ejemplar en buenas condiciones, como el mío. Así y todo, el libro había inspirado a toda una generación de artistas y escritores subyugados (siempre según mi compañero) por su prosa hipnótica y la fuerza narrativa de sus descripciones. Escritores entre los que se encontraba el propio Chambers y, a través de él, Lovecraft y todo su círculo. De hecho, no faltaba quien sugería que El rey de amarillo era el modelo a partir del cual habían surgido el Necronomicon y toda aquella retahíla de volúmenes malditos, tan peligrosos como imaginarios, propia de estos autores, aunque paradójicamente este si fuese real, como bien atestiguaba el ejemplar que yo ojeaba en ese momento. No había vuelto a pensar en Marcos y sus palabras desde entonces, pero ahora me parecía que ahí había material para un buen artículo que me ayudase a tener la mente ocupada y no pensar, en la medida de lo posible, en Lucia y en nuestra brusca ruptura.
Ya en casa decidí echarle un vistazo con más calma para comprobar que estuviese íntegro y no le faltasen hojas, sobre todo al final. Al parecer, mi ejemplar pertenecía a una edición pirata que se había realizado en 1926 en una imprenta clandestina de Madrid a partir de un original francés de la obra. Sin embargo, el nombre del traductor no aparecía por ningún lado, así como la identidad del autor de la obra que, según comprobé en Internet, constaba como anónima, si bien algunas fuentes responsabilizaban de la misma a un tal Castaigne...
Por lo que pude averiguar, El rey de amarillo tenía mala fama. Se suponía que su lectura acarreaba todo tipo de males y más de un supuesto especialista lo tildaba de peligroso, aunque lo más probable es que todo aquello no fuese más que una leyenda negra urdida por sus detractores. Chambers, por ejemplo, no sólo lo había leído sino que además había reproducido fragmentos de la obra dentro de sus propios relatos y, según todas las fuentes, había sido un artista bien considerado que gozó de una posición social desahogada a lo largo de toda su vida, hasta su muerte, acaecida por causas naturales en 1933. De todas formas, reconozco que sentí cierta desazón al leer las primeras líneas, desazón que se fue desvaneciendo a medida que avanzaba y llegaba hasta el final del primer acto. Era interesante, sí. Enganchaba. Y no cabía duda de que su misterioso autor tenía una notable imaginación, así como un profundo conocimiento de algunos de los rincones más oscuros de la psique humana. Pero por lo demás, nada que uno no pudiese encontrar en una novela de William Burroughs o Poppy Z. Brite, por poner un par de ejemplos. Decepcionado, me dije a mi mismo que el concepto de "Inmoral" debía de haber cambiado mucho desde fines del XIX, y que lo que por aquel entonces les parecía motivo de escándalo a estas alturas del siglo XXI sería poco menos que anecdótico. Con un suspiro, dejé el libro en la mesita, al lado de la cama, dispuesto a retomar su lectura en otro momento. Pero esa noche, por más que lo intenté, no fui capaz de conciliar el sueño.
Al día siguiente salí de casa con el portátil y mi nueva adquisición bajo el brazo en dirección al Starbucks de la calle Ortega y Gasset, uno de mis cafés favoritos de la capital, y que Lucia y yo solíamos frecuentar antes de que las cosas se torciesen. Tal vez esperaba encontrármela ahí, no lo sé. El caso es que nuestra mesa habitual estaba vacía, como si incluso los objetos inanimados quisiesen recordarme que estaba solo y que todo lo que ambos habíamos compartido no era más que historia pasada. Tras recoger mi café me senté en la mesa con la intención de examinar más atentamente el libro e ir tomando notas de todo lo que pareciese significativo, pero apenas había empezado a pasar páginas cuando una pregunta inesperada me trajo de vuelta al mundo real.
- ¿Te importa que me siente aquí?
Quien así hablaba era una chica más o menos de mi edad, con aspecto de estudiante y una expresión decidida en su rostro de facciones finas y delicadas. Varios mechones de cabello rubio se escapaban de la gorra multicolor que le cubría la cabeza y, tras las gafas de pasta, sus ojos - de un inverosímil color verde-azulado - chispeaban con vida propia. Vestía de forma informal, bohemia, como sacada de una película de los años setenta, pero por alguna extraña razón le quedaba bien. La observé con curiosidad, lo cual no era extraño teniendo en cuenta que el local estaba casi vacío, y que había sitio de sobra para elegir.
- Adelante - terminé por decir -. Este es un país libre.
- Muchas gracias - respondió, uniendo la acción a la palabra y sentándose delante de mí -. ¿Qué estás leyendo?
- El rey de amarillo.
- ¿Y está interesante?
- Es... diferente - dije, tras reflexionar un par de segundos.
- ¿De qué va?
- ¿Me estás haciendo una encuesta, o qué?
- Sólo me preguntaba si eras uno de esos tipos que va a los cafés de moda con su ordenador y un libro a cuestas para hacerte el intelectual y seducir así a las jovencitas incautas - replicó, lanzándome una mirada burlona por encima de los cristales de sus gafas.
- Eso depende.
- ¿De qué?
- De ti. ¿Qué te parece? ¿Te sientes seducida?
- En realidad, para ser exactos, te confesaré que me siento terriblemente excitada - me contestó, y pese a lo absurdo de la situación la creí.
- ¿Cómo te llamas?
- Camille. ¿Por? ¿Necesitas saber mi nombre para acostarte conmigo?
- Sólo intentaba romper el hielo. Ya sabes, un poco de charla intrascendente antes de entrar en materia.
- Ah, todo un caballero. Me gusta, pero si no te importa, podemos dejar los convencionalismos sociales para después - susurró, a la vez que se estiraba para besarme en los labios. Aquello era una encrucijada, ahora lo sé, y si entonces me hubiese levantado, recogido mis cosas y marchado sin mirar atrás, todo hubiera sido diferente. En vez de eso, me sorprendí a mí mismo oyéndome decir:
- Vivo aquí al lado.
- Perfecto.
Aquella fue la primera vez, de muchas, que hicimos el amor. Lo recuerdo como si fuese ahora mismo: su lengua trazaba círculos de fuego sobre mi piel a la vez que me susurraba palabras de pasión en un idioma desconocido pero que, sin embargo, me resultaba curiosamente familiar. Al preguntarle me dijo que era aklo, la lengua de los hijos de Leng, dos términos de vagas reminiscencias literarias, aunque en aquel momento no le presté mucha atención, perdido como estaba en el laberinto sin salida de su cuerpo.
- ¿Te importa que me siente aquí?
Quien así hablaba era una chica más o menos de mi edad, con aspecto de estudiante y una expresión decidida en su rostro de facciones finas y delicadas. Varios mechones de cabello rubio se escapaban de la gorra multicolor que le cubría la cabeza y, tras las gafas de pasta, sus ojos - de un inverosímil color verde-azulado - chispeaban con vida propia. Vestía de forma informal, bohemia, como sacada de una película de los años setenta, pero por alguna extraña razón le quedaba bien. La observé con curiosidad, lo cual no era extraño teniendo en cuenta que el local estaba casi vacío, y que había sitio de sobra para elegir.
- Adelante - terminé por decir -. Este es un país libre.
- Muchas gracias - respondió, uniendo la acción a la palabra y sentándose delante de mí -. ¿Qué estás leyendo?
- El rey de amarillo.
- ¿Y está interesante?
- Es... diferente - dije, tras reflexionar un par de segundos.
- ¿De qué va?
- ¿Me estás haciendo una encuesta, o qué?
- Sólo me preguntaba si eras uno de esos tipos que va a los cafés de moda con su ordenador y un libro a cuestas para hacerte el intelectual y seducir así a las jovencitas incautas - replicó, lanzándome una mirada burlona por encima de los cristales de sus gafas.
- Eso depende.
- ¿De qué?
- De ti. ¿Qué te parece? ¿Te sientes seducida?
- En realidad, para ser exactos, te confesaré que me siento terriblemente excitada - me contestó, y pese a lo absurdo de la situación la creí.
- ¿Cómo te llamas?
- Camille. ¿Por? ¿Necesitas saber mi nombre para acostarte conmigo?
- Sólo intentaba romper el hielo. Ya sabes, un poco de charla intrascendente antes de entrar en materia.
- Ah, todo un caballero. Me gusta, pero si no te importa, podemos dejar los convencionalismos sociales para después - susurró, a la vez que se estiraba para besarme en los labios. Aquello era una encrucijada, ahora lo sé, y si entonces me hubiese levantado, recogido mis cosas y marchado sin mirar atrás, todo hubiera sido diferente. En vez de eso, me sorprendí a mí mismo oyéndome decir:
- Vivo aquí al lado.
- Perfecto.
Aquella fue la primera vez, de muchas, que hicimos el amor. Lo recuerdo como si fuese ahora mismo: su lengua trazaba círculos de fuego sobre mi piel a la vez que me susurraba palabras de pasión en un idioma desconocido pero que, sin embargo, me resultaba curiosamente familiar. Al preguntarle me dijo que era aklo, la lengua de los hijos de Leng, dos términos de vagas reminiscencias literarias, aunque en aquel momento no le presté mucha atención, perdido como estaba en el laberinto sin salida de su cuerpo.
(Continuará...).
© Alejandro Caveda (Todos los derechos reservados).
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