La odisea de Troya

Heinrich Schliemann y Arthur Evans

En 1882, un joven Arthur Evans visitó a Heinrich Schliemann en la villa que este tenía a las afueras de Atenas. Por aquel entonces, Schliemann ya era toda una leyenda en el campo de la arqueología, pero no siempre había sido así. En 1869 sus contemporáneos todavía hablaban de él como «Ese comerciante excéntrico, obsesionado con la antigua Grecia y con Homero».
En efecto, la infancia del joven Heinrich se vio marcada por la lectura de un volumen de la Historia universal para los niños, en el que aparecía un grabado que representaba al héroe troyano Eneas con su padre, Anquises, y su hijo Ascanio, huyendo mientras la mítica ciudad de Ilion era pasto de las llamas. Aquel fue el comienzo de una admiración por la mitología griega, en general, y por la obra de Homero, en particular, rayana en la obsesión, y que le acompañaría toda su vida.

Eneas, el primer refugiado

En 1869, tras divorciarse de su primera esposa, Schliemann contrajo segundas nupcias con una joven griega de apenas 17 años, llamada Sophia Engastronemos. Ese mismo año obtuvo su doctorado en Arqueología. Habiendo alcanzado una cierta estabilidad familiar y económica, decidió que había llegado el momento de hacer realidad su sueño y empezó a organizar su expedición a Troya.
Hasta entonces, todo lo relacionado con Troya entraba dentro del ámbito de los mitos y leyendas. En la Iliada, se nos narra un episodio de la larga guerra que durante diez años enfrentó a aqueos y troyanos, con los propios dioses tomando partido e interviniendo cada dos por tres para inclinar la balanza a favor de uno u otro bando. La Iliada termina con la muerte de Héctor a manos de Aquiles, y no es hasta la Odisea que descubrimos el destino final de la ciudad y de sus gentes, gracias a una argucia del sagaz Ulises, al que los dioses castigan haciendo que su viaje de vuelta a casa sea toda una odisea. El mismo Homero era un misterio en sí mismo, y no faltaban quienes ponían en duda su autoría o, incluso, su existencia. Así, no es de extrañar que científicos e historiadores no acabasen de tomarse en serio todo lo relativo a Troya, y que acogiesen los planes de Schliemann con una mezcla de escepticismo y desprecio. Cuentos para niños, pensaban. Extravagancias de un tendero adinerado que no sabía bien que hacer con su dinero.

Excavaciones en las ruinas de Troya

Schliemann podía estar loco, cierto, pero era alemán. Es decir, había un método en su locura. Al igual que Colón, lejos de lanzarse a ciegas, había planificado su expedición hasta el último detalle, escogiendo el lugar exacto donde empezar a excavar a partir de toda una serie de indicios y testimonios de confianza, entre los cuales se encontraba el de Frank Calbert, antiguo cónsul británico en los Dardanelos. Para sorpresa de propios y extraños, Schliemann encontró los restos no de una, sino de varias ciudades, cada una de ellas superpuesta sobre la anterior. De forma provisional, el arqueólogo escogió Troya II como el nivel en el que habían tenido lugar los acontecimientos narrados por Homero.
Tras haberse marcado el tanto de encontrar la mítica ciudad protagonista de la Iliada, Schliemann decidió trasladar sus trabajos a la península helénica, más en concreto, a las ruinas de la ciudad de Micenas, donde se había organizado la expedición aquea que había partido rumbo a Troya. Nuevamente la fortuna le sonrió, al encontrar un círculo funerario con varios cuerpos acompañados de suntuosos ajuares, uno de los cuales se apresuró a identificar como el del propio Agamenón, el mítico rey micénico, hermano de Menelao, y líder de la coalición griega de saqueo, aunque dicha identificación parecía poco probable ya en su época. En cualquier caso, ambos descubrimientos contribuyeron a cimentar su estatus como visionario y experto en Homero y su obra.

¿La máscara de Agamenón?

Según la mitología griega, Micenas fue fundada por el semidiós Perseo, tras la muerte accidental de Acrisio, rey de Argos, al que le atribuye la invención del escudo como arma defensiva. Siempre según estas fuentes, Micenas sería una gran ciudad, rica y próspera, extremo este que la arqueología no puede confirmar ni desmentir aún a día de hoy, aunque gracias a su fama le ha dado nombre a uno de los periodos más antiguos de la historia griega, la era Micénica, inmediatamente anterior a la Edad Oscura.
Como Evans venía muy bien recomendado, Schliemann le acogió en su villa y, tras un par de horas recordando sus experiencias de juventud (o, más bien, de madurez) mientras tomaban el café, le ofreció una visita guiada a su colección de recuerdos de su época como arqueólogo. Varias de aquellas piezas llamaron la atención del joven Evans, que les atribuía una antigüedad mucho mayor de la que sugería Schliemann, empeñado como estaba en relacionarlo todo con Homero, la Iliada y la guerra de Troya. A continuación, el inglés se dirigió a la isla de Creta, donde sus trabajos sacaron a la luz los restos de otra civilización anterior a la Micénica, y casi olvidada entre las brumas del tiempo: la civilización Minoica.
Al igual que en el caso de Troya, lo poco que se sabía de Creta (y de su legendario rey, Minos) se movía entre el ámbito del mito y las leyendas. A Minos se le consideraba un poderoso tirano que tenía sometidas por la fuerza a otras polis griegas, como Atenas. Para cimentar su poder, mandó construir un laberinto bajo su palacio donde habitaba el Minotauro, un monstruo mitológico con cuerpo de hombre, cabeza de toro, y un ansia irrefrenable de carne humana. El inventor del laberinto, Dédalo, y su hijo Ícaro fueron apresados para que nunca pudiesen revelarle a nadie el diseño del mismo. Finalmente consiguieron huir, aunque Ícaro falleció durante la fuga, al volar demasiado cerca del sol, lo que provocó que se derritieran sus alas. En cuanto al Minotauro, fue derrotado y muerto por el héroe ateniense Teseo, que - en complicidad con la sacerdotisa Ariadna - había urdido un ingenioso plan para escapar del laberinto. Contrariados con Minos, los dioses desataron su furia sobre Creta, derruyendo sus edificios y hundiendo su flota, de manera que su civilización casi desapareció de la noche a la mañana, permitiendo el auge micénico.

Ruinas del palacio de Minos, en Knossos

A juzgar por los descubrimientos de Evans y otros investigadores posteriores, Creta había dado pie a una civilización lujosa y refinaba, capaz de construir grandes palacios decorados con escenas cotidianas y mitológicas de inusitada belleza. Viviendo en una isla, los minoicos habían tenido que ser navegantes, viajeros y comerciantes, lo que les podría haber llevado a establecer contacto con otros pueblos y culturas de la época, como los micénicos o incluso los antiguos egipcios. Respecto a su brusca extinción, parece que un terremoto (y el consiguiente maremoto) provocados por una erupción volcánica submarina pudo haber arrasado la isla, destruyendo sus palacios y hundiendo buena parte de su flota. Según algunos estudiosos, el auge de Creta y su precipitado final pueden haber sido la base para otro popular mito griego: la Atlántida, tal y como la describió Platón en su Timeo.
Como todas las leyendas tienen una base real, parece ser que lo taurino tuvo una notable influencia en la sociedad minoica. No sólo en el terrero del arte, sino también dentro del conjunto de sus creencias e, incluso, del folclore popular. Se conservan escenas de fiestas similares a los Sanfermines donde jóvenes cretenses realizaban arriesgados malabarismos sobre el lomo de un toro astado. ¿Ritual de madurez? ¿Una forma de agradar a sus dioses? La respuesta a estas y otras muchas preguntas permanecen sepultada bajo las ruinas del palacio de Knossos, sacado a la luz y parcialmente reconstruido por el propio Evans, en una labor de restauración no exenta de críticas al haber utilizado elementos no reversibles (como el hormigón) o carecer de la información suficiente como para decidir que forma o función tenían algunos elementos. Con todo, al igual que Schliemann, Evans contribuyó a aumentar miles de años nuestro conocimiento sobre la historia de la antigua Grecia, al establecer un nuevo periodo, la era Minoica (3000-1600 a.C.), anterior a la era Micénica (1600-1100 a.C.) y a la Edad Oscura (1100-S. VIII a.C.).

El caballo de Troya

Schliemann tampoco se libró de recibir críticas. Ya en vida, se le acusaba de aprovecharse del trabajo de otros, sin reconocerlo después, además de excavar con poco método científico y apropiarse de numerosos restos y objetos para su colección personal, como aquellos que le enseñó a Evans durante su visita en 1882. En ese sentido, hay que señalar que Schliemann no era una excepción. Muchos de los primeros arqueólogos eran una mezcla de aventureros, exploradores y cazatesoros, financiados por particulares que las más de las veces respondían más a su propio interés que a ideales científicos o históricos. Más de uno consideraba perfectamente lícito aprovechar las excavaciones para hacerse con su propia colección personal de recuerdos, a lo que hay que sumar una cierta postura snob entre la intelectualidad europea, que consideraba que aquellos tesoros arqueológicos estaban mejor protegidos, y conservados, en museos como el de Londres, o el berlinés, que en manos de sus legítimos propietarios. El mismo Indiana Jones, que en su primera película presume de arqueólogo, no deja de ser un cazatesoros que «recupera» objetos perdidos para llevarlos a algún museo de los Estados Unidos, aunque en posteriores entregas Lucas y Spielberg intentasen atemperar ese rasgo de su personalidad.
Es probable (casi seguro) que Schliemann y Evans hayan cometido errores (y alguna que otra incorrección), pero no menos cierto es que gracias a ellos nuestro conocimiento de la historia antigua de Grecia dio un salto de varios miles de años, extrayendo la realidad de entre una amalgama de mitos y leyendas tan atractivos como irreales. A modo de broche final, en el siglo I antes de Cristo el emperador Augusto le encargó a su amigo Virgilio que imaginase un poema épico sobre los orígenes de Roma, y este aceptó escribiendo La Eneida, crónica de las aventuras de Eneas, el último héroe de Troya que, tras vagabundear por el Mediterráneo, se instala en el centro de la península itálica, a orillas del rio Tiber. Descendientes suyos serán Rómulo y Remo, los legendarios fundadores de la ciudad, e incluso algunos de los más ilustres ciudadanos de Roma presumían de que la sangre de Eneas corría por sus venas. De esa manera no sólo ennoblecían su propio origen, sino que el hecho de descender del linaje de Eneas justificaba, a posteriori, la conquista de Grecia por la incipiente República romana, que no era tanto una anexión como un acto de justicia divina. Todo falso, pero sin duda más atractivo que la prosaica realidad.

Ilión, de Dan Simmons

Sin embargo, la guerra y el destino de Troya siguen cautivando nuestra imaginación a través de tiempo y el espacio, inspirando películas como el Ulises de Mario Camerini (1954) o la más reciente Troya de Wolfgang Petersen (2004); novelas como la saga cósmica de Ilion, de Dan Simmons (dos entregas, en 2003 y 2005); o varias adaptaciones al cómic, entre las que destacan las que realizó Roy Thomas para la editorial Marvel Cómics en 2009, La Odisea de Francisco Pérez Navarro (2014) o la franco belga Troya. El pueblo del mar y su secuela, escritas por Nicolás Jarry y publicadas actualmente en España por Yermo ediciones. Pero todo empezó con un hombre tan obsesionado con Homero que estaba decidido a demostrar, más allá de toda duda razonable, que Troya no era sólo un mito. Sirvan, pues, estas breves líneas como tributo a la memoria de Heinrich Schliemann, Arthur Evans, Howard Cárter y tantos y tantos otros pioneros de la moderna arqueología, que allanaron el camino por el que sus sucesores han podido transitar más cómodamente.

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