Memorias de Yhtill, capítulo XIV



XIV

Berlín oriental, Mayo de 1962.

Yhtill era una persona a la que le gustaba pasar desapercibido, pero que - paradójicamente - no podía evitar llamar la atención por donde pasaba, por lo que prefería moverse de noche a través de calles secundarias y casi desiertas. Sin embargo, el reparador de reputaciones le había citado a media tarde en su domicilio junto a la Alexanderplatz, lo que le obligaba a caminar al descubierto, entre las miradas curiosas del resto de ciudadanos del Berlín oriental.
El apartamento de Mr. Wilde estaba en la primera planta de un viejo edificio decimonónico que había conocido tiempos mejores. Yhtill aprovechó la salida de una inquilina para colarse en el portal, subir las escaleras y picar a la puerta del reparador de reputaciones.
- Adelante - dijo este, desde el interior -. Está abierto.
El piso era pequeño, oscuro y olía a orín de gato, lo cual no era extraño teniendo en cuanta que había más o menos una docena de felinos paseándose por la sala de estar. Su anfitrión descansaba en un viejo sillón de alto respaldo, con una manta sobre las piernas y un gato persa blanco en el regazo. Incluso a esa distancia, Yhtill pudo percibir nuevas marcas de arañazos en el rostro y las muñecas del anciano.
- Algún día, esos bichos acabarán con usted.
- En realidad, ellos son los auténticos propietarios. Yo sólo soy su invitado - respondió Mr. Wilde, a la vez que le indicaba por señas que se sentase -. Acabo de hacer té. ¿Le apetece una taza?
- No, gracias. ¿Tiene algo para mi?
- Tan directo como siempre. Veo que no le gusta perder el tiempo en formalidades.
- El tiempo es como las deudas, Mr. Wilde. Se van acumulando una tras otra. Y cuando llega el momento de pagar, la suma siempre es mucho más grande de lo que puedes permitirte.
- Que filosófico. Pero contestando a su pregunta sí, sí tengo algo para usted - asintió el reparador de reputaciones, señalando tres carpetas que había sobre una mesita cercana. Yhtill las cogió y comenzó a examinar la primera de ellas.
- ¿El árbol genealógico de la familia Castaigne?
- Ese árbol está muerto. El último Castaigne varón falleció en 1952, a los sesenta años de edad, en un asilo para dementes de Vermont. Sin embargo, una Elodie de Castaigne se casó en 1935 con un tal Stephan Kalowitz, y ellos si han tenido descendencia, aunque no conserven el apellido original.
- ¿Quién es ese tal Kalowitz? - inquirió Yhtill mientras intentaba quitarse de encima, sin éxito, a una pareja de gatos siameses.
- Un industrial germano polaco nacido en 1904. Según algunas fuentes, tenía la doble nacionalidad de nacimiento, aunque con los años fue adquiriendo también la ciudadanía francesa y la norteamericana, y hablaba con fluidez media docena de idiomas. Su familia le envió a estudiar a Inglaterra, tras lo cual pasó varios años en el continente, visitando los ambientes bohemios de Francia, Austria y Berlín. Era un apasionado del cine, la astrología y el ocultismo, y gran admirador de gente como F. W. Murnau o Erik Hasnussen. No ponga esa cara. Por aquel entonces, el esoterismo era un capricho de mentes cultivadas. Fue por esa misma época cuando conoció a la que sería su futura esposa, Elodie de Castaigne, durante un ciclo de conferencias organizado por la Iglesia de la Verdad Revelada. Ella le acompañó cuando él regresó a Alemania para hacerse cargo del negocio familiar, y finalmente se casaron en 1935 en la catedral de Colonia, en una ceremonia privada a la que asistió la plana mayor del partido nazi.
- ¿Kalowitz era miembro del partido?
- Desde el 31, mucho antes de aquella reunión entre Goering y los grandes empresarios de Alemania para pedirles que financiasen al partido y apoyasen a Adolf Hitler como canciller, a cambio de prometerles toda clase de privilegios y beneficios. De hecho, Kalowitz formaba parte del círculo íntimo de Heinrich Himmler y entre sus contactos estrechos se contaban personalidades tan destacadas del régimen como Hans Frank, el Gobernador General de Polonia; Walter Darré, cofundador de la Ahnenerbe y uno de los principales teóricos del tercer Reich; o Franz Herzog, ideólogo nazi y autor de un panfleto de obligada lectura en las SS, en el que afirmaba que los Arios descendían de una raza de ángeles caídos que habían llegado a la Tierra desde Aldebarán, y se habían instalado en algún lugar de Asia central. La referencia a Aldebarán no deja de ser llamativa, ¿no cree? Parece ser que Herzog también tuvo alguna clase de relación con la Iglesia de la Verdad Revelada, aunque no está claro si fue a través de Kalowitz o de algún otro de sus contactos en la Ahnenerbe.
- Empieza a hablar en círculos, Wilde. Vaya al grano - ordenó Yhtill, aunque la mención a Aldebarán le había impactado tanto como el parecido, casual o no, entre la esvástica nazi y el Signo Amarillo.
- Muy bien. Las fábricas de la familia Kalowitz alimentaron la maquinaria de guerra germana desde el primer día de la invasión de Polonia. Sin embargo, a medida que Alemania empezó a acumular derrotas, y el curso de la guerra ya no estaba tan claro, Stephan decidió curarse en salud y envió a varios de sus ejecutivos a una reunión secreta en Ginebra con representantes de la inteligencia militar norteamericana para tentarles con información confidencial sobre los avances científicos y tecnológicos del tercer Reich. ¿Sabía que los alemanes estuvieron a punto de tener la bomba atómica antes que los aliados? ¿O que las V1 y las V2 eran prototipos para un programa espacial que habría llevado a los nazis a colonizar la luna, primero, y Marte después?
- Sigo esperando ver a donde nos lleva toda esta historia.
- Ustedes, los inmortales, son tremendamente impacientes - suspiró Wilde -. Uno pensaría que con tanto tiempo a su disposición habrían aprendido las ventajas de saber escuchar. Resumiendo, la reunión fue un éxito. Kalowitz no llegó ni a estar cerca de Nuremberg. La OSS ya le había trasladado mucho antes a los Estados Unidos, dentro del programa secreto de acogida Paperclip. Y aunque él y su esposa se adaptaron muy pronto a su nuevo estilo de vida, Stephan nunca dejó de ser un kameraden de corazón. Su fortuna personal contribuyó a financiar la red Odessa, y ayudó a que muchos otros criminales de guerra como Josef Menguele o Erich Priebke pudiesen huir de Europa y refugiarse en Sudamérica. También ha seguido haciendo donaciones regulares a la Iglesia de la Verdad Revelada, que cuenta ya con varias sedes y un número creciente de fieles en Norteamérica.
- ¿Qué tiene que ver la iglesia con todo esto?
- Todo. El linaje de los Kalowitz estaba emparentado con algunas de las familias más antiguas y prestigiosas de la vieja nobleza prusiano-polaca. De hecho, Stephan había heredado el título de Barón de su abuelo, aunque nunca ejerció como tal. Por su parte, Elodie pertenecía al linaje de los Castaigne, últimos descendientes y herederos de la Dinastía Imperial en Eurasia. Por lo tanto, cualquier hijo suyo estaría el primero en la línea de sucesión al trono, sobre todo desde que este está vacante.
- El último Rey - musitó Yhtill, asombrado.
- Y eso no es todo, Espectro de la Verdad. Al investigar la iglesia, encontré referencias a un sitio llamado el club social Carcosa. Al parecer, es una especie de local de ocio itinerante fundado en Francia a finales del siglo XIX, pero que se trasladó a América después de la Gran Guerra. No tiene una dirección concreta, pero he podido localizar un par de posibles ubicaciones, una cerca de Nueva Orleans y la otra en las afueras de Los Ángeles. ¿No ve la pauta? La iglesia, la Ahnenerbe, Herzog, Aldebarán y Carcosa. Y ahora viene lo mejor: según mis fuentes, uno de los fundadores del club se hace llamar la Máscara Pálida.
- ¡Eso es imposible! - exclamó Yhtill, poniéndose en pie de forma impulsiva.
- Usted debería saberlo, mano del Rey. Después de todo, usted es la Máscara Pálida, ¿no es así? O lo fue durante algún tiempo, al menos.
- Hace mucho que no utilizo ese alias. Y además, yo nunca he llevado máscara.
- Entonces, hay alguien que se está haciendo pasar por usted para sus propios fines. Interesante. Por desgracia, me temo que no tenemos más tiempo para seguir elucubrando al respecto.
- ¿Por qué no?
- Porque si no ha salido de aquí antes de cinco minutos, se lo llevarán arrestado.
Yhtill tardó apenas una fracción de segundo en descifrar las palabras de Wilde. Acercándose a la ventana, se arriesgó a echar un vistazo. La calle parecía desierta, demasiado incluso para esas horas del día. No había nada de tráfico y ni siquiera se veía algún peatón despistado de vuelta a casa del trabajo.
- ¿Me ha vendido a la Stasi? - preguntó, con una voz tan afilada que Wilde casi sintió la sensación de corte en su cuerpo.
- En realidad, los que le buscan son los soviéticos. El Directorio 8 del KGB. Los chicos de la plaza Dzerzhinsky. Parece ser que tienen alguna clase de cuenta pendiente con usted. Algo sobre un tren perdido y varias docenas de soldados muertos en Siberia. A no ser que se equivoquen de persona.
- Ya veo que no se ha esforzado mucho en sacarles de su error.
- Lo intenté, pero ya sabe como es la burocracia. Esta gente puede ser terriblemente obtusa cuando se lo propone. Y además, tenía que darles algo. Es el problema de ser un agente triple, mano del Rey: que tienes que tener contentos a todos tus jefes para que no sospechen que prefieres a otro más que a ellos.
- Debería matarle ahora mismo - musitó Yhtill, en un tono que era en sí una sentencia de muerte, a la vez que daba un paso hacia el reparador de reputaciones. Este, lejos de mostrarse impresionado, sonrió sin dejar de acariciar al gato persa.
- Podría, que duda cabe, pero ¿de qué le serviría? Además, ¿recuerda lo que le dije la última vez que nos vimos? Que yo le haría un favor y, a cambio, usted me debería otro. Siempre es útil que la muerte esté en deuda contigo, ¿no le parece? Vamos, Yhtill, no exagere. Los dos sabemos que no corre ningún peligro. En todo caso, son las tropas del KGB las que deberían preocuparse.
Como si le hubiesen escuchado, varios vehículos militares llegaron a toda velocidad y se detuvieron delante del portal de Wilde, vomitando un torrente de soldados alemanes armados hasta los dientes, seguidos de cerca por otro grupo de civiles que apestaban a policía secreta a kilómetros de distancia.
- ¿Lo ve? Ya están aquí. Si yo fuera usted, saldría corriendo ahora que todavía está a tiempo. Si logra llegar a la azotea, puede saltar al edificio de al lado, y de ahí a la calle, si es que no han cortado ya todas las salidas.
- Volveremos a vernos - prometió Yhtill, antes de seguir el consejo del reparador de reputaciones y salir del piso a toda velocidad.
- Vuelva cuando quiera - dijo Mr. Wilde -. Y no dude en recomendarme a sus amigos.
Desde el exterior llegó el ruido de pasos apresurados y se oyeron gritos de «¡Halt!» y «¡Smiert spionam!» seguidos de varias detonaciones. El hombrecillo alcanzó a escuchar un último «¡Wilde, me las pagará!» antes de que Yhtill desapareciese escaleras arriba. Sonriente, el aludido continuó acariciando al gato persa mientras este ronroneaba de placer.
- ¿Sabes, Howie? Casi había olvidado lo divertido que puede llegar a ser este trabajo.

(Continuará...)

© Alejandro Caveda (Todos los derechos reservados).
Este relato ha sido registrado en Safe Creative (Registro de la propiedad intelectual) de forma previa a su publicación en el Zoco.

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