Una noche en el Gehenna /02
- Si vuelvo a verte por aquí, yo mismo te arrojaré al foso de los ghilan - repuso Ruthven, intentando que su voz sonase lo más firme y fría posible -. Y sacaré fotos mientras te devoran las entrañas y se pelean por tus intestinos. ¿Me has entendido? - preguntó, pero era una pregunta retórica, y se alejó sin esperar respuesta. Después de todo la joven no era su problema, y ya se había demorado demasiado con ella.
En el escenario la intérprete mulata había cambiado de repertorio y ahora entonaba una versión melódica del "Sinnerman" de Nina Simone. El local seguía abarrotado y para avanzar Ruthven tenía que abrirse camino entre grupos de gente a cual más extravagante, como el de unos monjes budistas que sostenían una animada conversación con media docena de chicas ataviadas al estilo Barsoom. Poco más adelante un individuo con aspecto de espadachín puritano del siglo XVI cerraba alguna clase de acuerdo con otro que parecía sacado de una novela de Jane Austen.
No le resultó difícil localizar a Cassandra. Esta llevaba utilizando el mismo reservado desde hacía más de treinta años, aunque no daba la sensación de haber envejecido un sólo día desde que Ruthven la había conocido. La joven poseía un innegable encanto, pese a su estatura media y extrema delgadez, que le daban un aspecto juvenil, casi delicado. Una cortina de pelo liso, lacio, y de color pajizo, enmarcaba un rostro ovalado en el que destacaban una nariz respingona y una sonrisa regular y deslumbrante, de dientes impecablemente blancos que se insinuaban tras unos labios finos y delicados. En esta ocasión llevaba un vestido corto de estilo clásico, a juego con unas sandalias de tacón alto con correas anudadas por debajo de la rodilla. Como siempre, estaba acompañada de varias personas de ambos sexos, más o menos de su misma edad y tan jóvenes y atractivos como ella, que lo mismo hubieran podido ser modelos que aspirantes a actores o actrices, a juzgar por su físico y lo mundano de su conversación.
- El único e inimitable Adrián Ruthven - le saludó la joven, al verlo acercarse -. Siempre un caballero andante dispuesto a salvar a la doncella en apuros, aunque esta no sea una doncella, y no le haya pedido ayuda. Siéntate a mi lado - ordenó, de la que le hacía gestos a sus acompañantes para que se apartasen. El bibliotecario se acomodó entre su anfitriona y una joven increíblemente hermosa, que se cubría el cuello con un pañuelo rojo sobre un vestido de tirantes negro y muy ajustado.
- Y tú, tan joven y atractiva como siempre. Algún día tienes que contarme tu secreto.
- Lo dicho: todo un caballero, aunque supongo que ya sabes que en este caso has desperdiciado tu talento. Esa chica no es una víctima, es una adicta. Volverá a tontear con el lado oscuro, y la próxima vez es muy probable que no haya ningún Adrián Ruthven lo suficientemente cerca como para salvarla.
- No es mi problema. Por hoy, yo ya he cumplido. Lo que haga a partir de ahora es cosa suya.
- Ese barniz de indiferencia no te pega, o no te hubieses detenido a ayudarla en primer lugar. Dime una cosa ¿de verdad convertiste el contenido de la botella en agua bendita? - inquirió la joven, en susurros y con aire confidencial.
- Tal vez sí, tal vez no. Como el gato de Schrödinger, la magia es un fenómeno que no se concreta hasta que es necesario, y para el que hace falta cierta receptividad por parte del público. Digamos que ella prefirió no arriesgarse.
- En cualquier caso, te has ganado un nuevo enemigo.
- Uno más. ¿Quién lleva la cuenta? - repuso Ruthven, a la vez que se encogía de hombros. En eso, la joven del pañuelo rojo decidió intervenir en la conversación.
- ¿Así que eres un mago?
- Por favor, querida, no insultes al buen doctor. Adrián Ruthven es un erudito, un connoisseur, un explorador de lo desconocido. No le compares con esos vulgares charlatanes de feria - terció Cassandra, sarcástica. La joven parpadeó confusa y al cabo de un rato volvió a preguntar:
- Pero entonces, ¿puedes hacer magia, sí o no?
Ruthven suspiró y extendió la mano izquierda, con expresión desalentada.
- Déjame tu pañuelo.
Una vez tuvo el trozo de tela en su mano, el bibliotecario lo enrolló hasta quedar completamente oculto dentro de su puño, tras lo cual se acercó este a la boca y susurró unas palabras en voz baja. Cuando volvió a abrirla, dentro de su mano ya no había un pañuelo, sino una rosa roja, tan fresca y reluciente como recién cortada del tallo.
- ¡Increíble! - exclamó la joven -. Pero ¿dónde está mi pañuelo?
- Lo tienes en la mano.
- No te entiendo.
- He cambiado tu pañuelo por esa rosa. ¿No es eso lo que querías? ¿Un truco de magia?
La chica frunció el ceño, seriamente preocupada por las palabras de su interlocutor.
- Pero... ¿Sólo es un truco, verdad? Quiero decir, lo tienes escondido en alguna parte, igual que tenías la flor.
- No. Ya te lo he dicho, ahora tu pañuelo es esa rosa. Puedes tener una cosa o la otra, pero ambas no pueden coexistir a la vez, salvo que quieras prescindir de algún otro objeto, como esa pulsera. La magia siempre se cobra un precio.
- Creo que prefiero tener mi pañuelo - dijo la chica, muy seria, devolviéndole la flor a Ruthven -. Era un Dolce, ¿sabes?
- Muy bien. Como desees.
- Pero... ¿podrías haberlo cambiado por cualquier otra cosa? No sé, dinero, o un anillo de diamantes.
- Otra cosa sí, pero no necesariamente por un anillo de diamantes. Tienen que ser objetos de una valor similar. Las leyes de la transferencia son muy estrictas a ese respecto.
- Pero... mi pañuelo es de marca. Tiene que ser mucho más caro que esa simple flor.
- Me temo que los expertos con los que trabajo nunca se equivocan. ¿Estás realmente segura de que tu pañuelo es tan bueno como dices?
La chica vaciló durante unos segundos, hasta que una súbita revelación cruzó por su mente y una expresión de furia se fue extendiendo poco a poco por su rostro.
- ¡Será cerdo! - exclamó, de la que se ponía en pie y se alejaba a grandes pasos. Incapaz de contenerse por más tiempo, Cassandra se echó a reír.
- Desde luego, eres el alma de las fiestas. ¿Sabes que acabas de arruinar una relación de casi tres años? Eso, en este mundillo, es todo un record.
- Bueno, ella quería un truco de magia, ¿no? Yo no tengo la culpa de que su novio sea un roñica.
- Claro que no, pero había olvidado lo irritante que puedes llegar a ser. Oh, está bien. Dime a qué has venido y acabemos con esto.
- Curioso. ¿En serio tengo que explicarte a qué he venido?
- ¿Vas a volver a hacerme chistes de adivinos? Porque te advierto que hoy vengo preparada con un buen surtido de anécdotas acerca de profesores aburridos, bibliotecarios muertos de hambre y magos que se pasan de listos.
- ¡Eh! - protestó Ruthven -. Eso no es cierto. Lo primero, al menos. No soy un tipo aburrido.
- Eso tendrían que decirlo tus alumnos - contraatacó Cassandra, malévola -. Ah, perdón, olvidaba que hace años que dejaste las clases para dedicarte en cuerpo y alma a la biblioteca. El alma de la fiesta, sin duda.
En el escenario la intérprete mulata había cambiado de repertorio y ahora entonaba una versión melódica del "Sinnerman" de Nina Simone. El local seguía abarrotado y para avanzar Ruthven tenía que abrirse camino entre grupos de gente a cual más extravagante, como el de unos monjes budistas que sostenían una animada conversación con media docena de chicas ataviadas al estilo Barsoom. Poco más adelante un individuo con aspecto de espadachín puritano del siglo XVI cerraba alguna clase de acuerdo con otro que parecía sacado de una novela de Jane Austen.
No le resultó difícil localizar a Cassandra. Esta llevaba utilizando el mismo reservado desde hacía más de treinta años, aunque no daba la sensación de haber envejecido un sólo día desde que Ruthven la había conocido. La joven poseía un innegable encanto, pese a su estatura media y extrema delgadez, que le daban un aspecto juvenil, casi delicado. Una cortina de pelo liso, lacio, y de color pajizo, enmarcaba un rostro ovalado en el que destacaban una nariz respingona y una sonrisa regular y deslumbrante, de dientes impecablemente blancos que se insinuaban tras unos labios finos y delicados. En esta ocasión llevaba un vestido corto de estilo clásico, a juego con unas sandalias de tacón alto con correas anudadas por debajo de la rodilla. Como siempre, estaba acompañada de varias personas de ambos sexos, más o menos de su misma edad y tan jóvenes y atractivos como ella, que lo mismo hubieran podido ser modelos que aspirantes a actores o actrices, a juzgar por su físico y lo mundano de su conversación.
- El único e inimitable Adrián Ruthven - le saludó la joven, al verlo acercarse -. Siempre un caballero andante dispuesto a salvar a la doncella en apuros, aunque esta no sea una doncella, y no le haya pedido ayuda. Siéntate a mi lado - ordenó, de la que le hacía gestos a sus acompañantes para que se apartasen. El bibliotecario se acomodó entre su anfitriona y una joven increíblemente hermosa, que se cubría el cuello con un pañuelo rojo sobre un vestido de tirantes negro y muy ajustado.
- Y tú, tan joven y atractiva como siempre. Algún día tienes que contarme tu secreto.
- Lo dicho: todo un caballero, aunque supongo que ya sabes que en este caso has desperdiciado tu talento. Esa chica no es una víctima, es una adicta. Volverá a tontear con el lado oscuro, y la próxima vez es muy probable que no haya ningún Adrián Ruthven lo suficientemente cerca como para salvarla.
- No es mi problema. Por hoy, yo ya he cumplido. Lo que haga a partir de ahora es cosa suya.
- Ese barniz de indiferencia no te pega, o no te hubieses detenido a ayudarla en primer lugar. Dime una cosa ¿de verdad convertiste el contenido de la botella en agua bendita? - inquirió la joven, en susurros y con aire confidencial.
- Tal vez sí, tal vez no. Como el gato de Schrödinger, la magia es un fenómeno que no se concreta hasta que es necesario, y para el que hace falta cierta receptividad por parte del público. Digamos que ella prefirió no arriesgarse.
- En cualquier caso, te has ganado un nuevo enemigo.
- Uno más. ¿Quién lleva la cuenta? - repuso Ruthven, a la vez que se encogía de hombros. En eso, la joven del pañuelo rojo decidió intervenir en la conversación.
- ¿Así que eres un mago?
- Por favor, querida, no insultes al buen doctor. Adrián Ruthven es un erudito, un connoisseur, un explorador de lo desconocido. No le compares con esos vulgares charlatanes de feria - terció Cassandra, sarcástica. La joven parpadeó confusa y al cabo de un rato volvió a preguntar:
- Pero entonces, ¿puedes hacer magia, sí o no?
Ruthven suspiró y extendió la mano izquierda, con expresión desalentada.
- Déjame tu pañuelo.
Una vez tuvo el trozo de tela en su mano, el bibliotecario lo enrolló hasta quedar completamente oculto dentro de su puño, tras lo cual se acercó este a la boca y susurró unas palabras en voz baja. Cuando volvió a abrirla, dentro de su mano ya no había un pañuelo, sino una rosa roja, tan fresca y reluciente como recién cortada del tallo.
- ¡Increíble! - exclamó la joven -. Pero ¿dónde está mi pañuelo?
- Lo tienes en la mano.
- No te entiendo.
- He cambiado tu pañuelo por esa rosa. ¿No es eso lo que querías? ¿Un truco de magia?
La chica frunció el ceño, seriamente preocupada por las palabras de su interlocutor.
- Pero... ¿Sólo es un truco, verdad? Quiero decir, lo tienes escondido en alguna parte, igual que tenías la flor.
- No. Ya te lo he dicho, ahora tu pañuelo es esa rosa. Puedes tener una cosa o la otra, pero ambas no pueden coexistir a la vez, salvo que quieras prescindir de algún otro objeto, como esa pulsera. La magia siempre se cobra un precio.
- Creo que prefiero tener mi pañuelo - dijo la chica, muy seria, devolviéndole la flor a Ruthven -. Era un Dolce, ¿sabes?
- Muy bien. Como desees.
- Pero... ¿podrías haberlo cambiado por cualquier otra cosa? No sé, dinero, o un anillo de diamantes.
- Otra cosa sí, pero no necesariamente por un anillo de diamantes. Tienen que ser objetos de una valor similar. Las leyes de la transferencia son muy estrictas a ese respecto.
- Pero... mi pañuelo es de marca. Tiene que ser mucho más caro que esa simple flor.
- Me temo que los expertos con los que trabajo nunca se equivocan. ¿Estás realmente segura de que tu pañuelo es tan bueno como dices?
La chica vaciló durante unos segundos, hasta que una súbita revelación cruzó por su mente y una expresión de furia se fue extendiendo poco a poco por su rostro.
- ¡Será cerdo! - exclamó, de la que se ponía en pie y se alejaba a grandes pasos. Incapaz de contenerse por más tiempo, Cassandra se echó a reír.
- Desde luego, eres el alma de las fiestas. ¿Sabes que acabas de arruinar una relación de casi tres años? Eso, en este mundillo, es todo un record.
- Bueno, ella quería un truco de magia, ¿no? Yo no tengo la culpa de que su novio sea un roñica.
- Claro que no, pero había olvidado lo irritante que puedes llegar a ser. Oh, está bien. Dime a qué has venido y acabemos con esto.
- Curioso. ¿En serio tengo que explicarte a qué he venido?
- ¿Vas a volver a hacerme chistes de adivinos? Porque te advierto que hoy vengo preparada con un buen surtido de anécdotas acerca de profesores aburridos, bibliotecarios muertos de hambre y magos que se pasan de listos.
- ¡Eh! - protestó Ruthven -. Eso no es cierto. Lo primero, al menos. No soy un tipo aburrido.
- Eso tendrían que decirlo tus alumnos - contraatacó Cassandra, malévola -. Ah, perdón, olvidaba que hace años que dejaste las clases para dedicarte en cuerpo y alma a la biblioteca. El alma de la fiesta, sin duda.
(Continuará)
© Alejandro Caveda (Todos los derechos reservados).
Este relato ha sido registrado en Safe Creative (Registro de la propiedad intelectual) de forma previa a su publicación en el Zoco.
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