Una noche en el Gehenna /01
En según qué círculos se insinuaba que uno no encontraba el Gehenna a menos que este quisiese ser encontrado. Ruthven era un viejo cliente del local y aunque hacia mucho desde la última vez que lo había visitado, no tuvo ningún problema en localizar uno de los fluctuantes puntos de acceso al mismo, oculto tras una entrada de servicio en un subterráneo del parque Memorial de Arkham.
Lo bueno del Gehenna era que, no importa cuánto tardases en volver, siempre daba la impresión de que nada había cambiado. O casi nada, reflexionó Ruthven, al tropezarse de narices con el nuevo portero apenas hubo franqueado el umbral: un tipo alto y fornido, con la cabeza afeitada y una mandíbula tan prominente que le daba un cierto aspecto simiesco, impresión reforzada por la extensión y volumen de sus brazos.
- ¿Qué desea?
- Sacar dinero del cajero - replicó Ruthven, obteniendo a cambio una mirada de fría hostilidad por parte de su interlocutor -. Es broma. Quería pasar a saludar a unos amigos.
- No se puede entrar sin invitación.
- El doctor Ruthven no necesita invitación - intervino una tercera persona -. Es un viejo y apreciado cliente de la casa.
El recién llegado sonrió para reforzar el efecto de sus palabras. A diferencia del portero, era más maduro, más alto y mucho más delgado, aunque en su caso eso no era señal de fragilidad, como quedó bien claro por la forma en que el portero inclinó la cabeza en señal de respeto. Una cuidada mata de pelo cano enmarcaba un rostro de facciones afiladas y aguileñas, entre las cuales destacaba la mirada, de un gris metálico intenso. Vestía un severo traje negro de corte clásico y para caminar se acompañaba de un bastón con empuñadura de plata, aunque no pareciese necesitarlo en absoluto.
- Cromwell - saludó Ruthven, escuetamente.
- Un placer volver a verle, doctor. ¿Qué le trae por aquí después de tanto tiempo?
- Tomar algo. Saludar a los viejos conocidos. Hacer un par de consultas. Lo usual.
- Por supuesto. Al ser un cliente habitual, doy por hecho que no necesito recordarle las reglas de la casa.
- En absoluto.
- En ese caso, bienvenido al Gehenna. Pase y deje algo de la felicidad que trae consigo - bromeó Cromwell, con aire juguetón, de la que abría la cortina que separaba la entrada del resto del local, y Ruthven se sumergió de nuevo en aquel bullicioso ambiente que recordaba tan bien, aunque cada vez era sutilmente distinta de la anterior. En el escenario, una cantante mulata versionaba a Billie Holiday en clave bossanova, para deleite de la clientela, aunque el bibliotecario dudaba de que muchos de los presentes conociesen el tema o, ya puestos, a la propia Holiday. Al otro lado del gentío pudo ver un hueco en la barra, donde un rostro familiar pasaba una y otra vez un paño por la superficie de mármol de la misma en un gesto más mecánico que realmente necesario. De camino, pasó junto a un reservado donde una joven rubia con el cabello muy corto besaba de forma apasionada en el cuello a su compañera, otra chica de larga melena oscura, o al menos, eso es lo que podía parecer al ojo inexperto. En realidad, el bibliotecario sabía que la vampira rubia se estaba alimentando de la sangre de su acompañante, a la que le quedaban muy pocos minutos de margen, a juzgar por su mirada perdida y el tic nervioso de su rodilla izquierda.
- Hola, Jericó - saludó Ruthven, al llegar a la barra.
- Doctor Ruthven. Cuanto tiempo sin verle - dijo el camarero, con el mismo entusiasmo que si estuviese saludando a su agente de la condicional -. ¿Qué desea tomar?
- Por lo pronto, me gustaría probar uno de tus combinados. Un Sangre de Dragón con vodka, para empezar.
- Por supuesto - asintió Jericó, de la que sacaba una copa y comenzaba a mezclar hábilmente los ingredientes. Evidentemente, el coctel no llevaba sangre de dragón de verdad, sino que era la granadina la que le daba su color rojizo característico. Pero así y todo estaba delicioso, como bien sabía Ruthven.
- Eh, Jericó, tengo uno nuevo. ¿Te apetece escucharlo?
- Como no, doctor Ruthven.
- Vale. Este es un paciente que está tendido en su lecho de muerte. Su familia, su médico y su abogado están a su alrededor, esperando el suspiro final, cuando de repente el moribundo se sienta, les mira uno por uno y dice: "¡Asesinos, ladrones, malnacidos!" y se vuelve a acostar. Y entonces va su abogado y dice: "Yo creo que está mejorando". "¿Por qué lo cree?", le pregunta la esposa. Y este contesta: "Por que nos ha reconocido a todos" - concluyó Ruthven, con una sonrisa de extrema satisfacción cruzándole el rostro.
- Muy bueno, doctor - asintió Jericó, imperturbable, sin dejar de preparar el combinado.
- Algún día conseguiré que te rías - prometió Ruthven, a la vez que le enseñaba al camarero una foto de Alain y su novia. Él joven miraba a la cámara con una expresión muy seria, casi hostil, mientras que ella parecía mucho más cordial y relajada. Sin embargo, las apariencias engañaban. Ruthven, que los conocía personalmente a ambos, sabía que ella era mucho más peligrosa y despiadada que él.
- Así entre tú y yo, ¿podrías decirme si has visto por aquí a cualquiera de estos dos?
- Doctor Ruthven, ya sabe como son estas cosas. No puedo hablar de un cliente con otro cliente. Normas de la casa.
- Sí, claro. No tendría que haberte preguntado. Mis disculpas - dijo Ruthven, devolviendo su atención a la pareja del sofá. La hematófaga rubia seguía desangrando a su compañera, que a duras penas alcanzaba ya a moverse o a emitir sonido alguno -. Cambiando de tema, ¿podrías ponerme también una botella de agua mineral?
- Su Sangre de Dragón ya está casi listo.
- Sí, ya lo sé. No es para bebérmela.
- Como guste - aceptó Jericó, intrigado a su pesar. Ruthven se acercó el recipiente a la boca, mientras musitaba unas palabras en voz baja. El líquido entró en ebullición y durante un par de segundos pareció brillar como si tuviese luz propia. A continuación se encaminó de vuelta al sofá y se agachó junto a la vampira, tocándole en el hombro a la vez que le decía:
- Si sigues bebiendo de ella la matarás, y ya sabes las reglas del local: aquí nadie muere, a menos que infrinja la reglas del local.
- Vete a la mierda - contestó la no-muerta, sin interrumpir lo que estaba haciendo. El brillo en los ojos de la joven morena se estaba apagando poco a poco, y Ruthven insistió:
- ¿Sabes lo qué es la magia?
Esta vez, la vampira giró la cabeza para estudiar a su molesto visitante.
- ¿Y tú?
- Es curioso que lo preguntes. La mayoría de la gente cree que la magia consiste en sacarte cosas de la nada, como un conejo de la chistera. Pero eso es imposible. Nada se crea ex nihilo. En realidad, el auténtico secreto de la magia, como bien sabían los alquimistas, es la transmutación: transformar una sustancia en otra distinta. Por ejemplo, yo acabo de convertir este agua vulgar y corriente en agua bendita - explicó el bibliotecario, mientras agitaba el contenido de la botella a muy poca distancia del rostro de la hematófaga.
- Es un farol - dijo esta, pero por si acaso reculó en el asiento alejándose del envase todo lo que pudo.
- Puede que sí, puede que no. Sólo hay una forma de salir de dudas - insinuó Ruthven, al tiempo que abría la botella y hacia ademán de salpicar con ella.
- Muy bien, toda tuya - se rindió la vampira, incorporándose y soltando a su acompañante, que resbaló por el respaldo hasta quedar tumbada sobre el sofá, casi inconsciente -. Pero créeme si te digo que esto no queda aquí. Tenemos una deuda pendiente.
- No te molestes. Mi banco ya me ha chupado hasta la última gota de sangre - suspiró Ruthven, mientras cogía a la chica en brazos y se la llevaba consigo hasta la barra, donde - con algo de ayuda de Jericó - logró acomodarla en uno de los butacones que aun permanecían desocupados.
- Avisa al portero para que pida un taxi, y le diga al conductor que la lleve de mi parte al Hospital Universitario de Miskatonic para que le hagan una transfusión de urgencia - ordenó Ruthven, entregándole al camarero una de sus tarjetas de visita y un billete de cincuenta dólares.
- Inmediatamente, doctor Ruthven - asintió este.
- Una última pregunta - añadió el bibliotecario, antes de que Jericó se alejase para cumplir su encargo -. ¿Está Cassandra por aquí? Sí, ya sé lo que vas a decirme, pero esto es diferente. Te aseguro que Cassandra no tiene ningún problema en hablar conmigo. Es más, puede que haya sabido que venía antes incluso que yo mismo.
- No se preocupe - dijo el camarero, interrumpiendo el chorro de explicaciones de su interlocutor -. Ella misma me pidió que le dijese que le espera en su reservado habitual.
- ¿Cuándo te lo pidió?
- Hace un par de días.
Ruthven había visto y oído demasiadas cosas extrañas como para sorprenderse por nada. Sin embargo, cada nueva demostración del talento de Cassandra no dejaba de impresionarle, además de atemorizarle un poco. Pero antes de que pudiera separarse de la barra la joven morena reunió fuerzas de flaqueza para agarrarle del brazo y susurrar, en voz tan baja que Ruthven casi tuvo que leerlo en sus labios:
- Gracias.
Lo bueno del Gehenna era que, no importa cuánto tardases en volver, siempre daba la impresión de que nada había cambiado. O casi nada, reflexionó Ruthven, al tropezarse de narices con el nuevo portero apenas hubo franqueado el umbral: un tipo alto y fornido, con la cabeza afeitada y una mandíbula tan prominente que le daba un cierto aspecto simiesco, impresión reforzada por la extensión y volumen de sus brazos.
- ¿Qué desea?
- Sacar dinero del cajero - replicó Ruthven, obteniendo a cambio una mirada de fría hostilidad por parte de su interlocutor -. Es broma. Quería pasar a saludar a unos amigos.
- No se puede entrar sin invitación.
- El doctor Ruthven no necesita invitación - intervino una tercera persona -. Es un viejo y apreciado cliente de la casa.
El recién llegado sonrió para reforzar el efecto de sus palabras. A diferencia del portero, era más maduro, más alto y mucho más delgado, aunque en su caso eso no era señal de fragilidad, como quedó bien claro por la forma en que el portero inclinó la cabeza en señal de respeto. Una cuidada mata de pelo cano enmarcaba un rostro de facciones afiladas y aguileñas, entre las cuales destacaba la mirada, de un gris metálico intenso. Vestía un severo traje negro de corte clásico y para caminar se acompañaba de un bastón con empuñadura de plata, aunque no pareciese necesitarlo en absoluto.
- Cromwell - saludó Ruthven, escuetamente.
- Un placer volver a verle, doctor. ¿Qué le trae por aquí después de tanto tiempo?
- Tomar algo. Saludar a los viejos conocidos. Hacer un par de consultas. Lo usual.
- Por supuesto. Al ser un cliente habitual, doy por hecho que no necesito recordarle las reglas de la casa.
- En absoluto.
- En ese caso, bienvenido al Gehenna. Pase y deje algo de la felicidad que trae consigo - bromeó Cromwell, con aire juguetón, de la que abría la cortina que separaba la entrada del resto del local, y Ruthven se sumergió de nuevo en aquel bullicioso ambiente que recordaba tan bien, aunque cada vez era sutilmente distinta de la anterior. En el escenario, una cantante mulata versionaba a Billie Holiday en clave bossanova, para deleite de la clientela, aunque el bibliotecario dudaba de que muchos de los presentes conociesen el tema o, ya puestos, a la propia Holiday. Al otro lado del gentío pudo ver un hueco en la barra, donde un rostro familiar pasaba una y otra vez un paño por la superficie de mármol de la misma en un gesto más mecánico que realmente necesario. De camino, pasó junto a un reservado donde una joven rubia con el cabello muy corto besaba de forma apasionada en el cuello a su compañera, otra chica de larga melena oscura, o al menos, eso es lo que podía parecer al ojo inexperto. En realidad, el bibliotecario sabía que la vampira rubia se estaba alimentando de la sangre de su acompañante, a la que le quedaban muy pocos minutos de margen, a juzgar por su mirada perdida y el tic nervioso de su rodilla izquierda.
- Hola, Jericó - saludó Ruthven, al llegar a la barra.
- Doctor Ruthven. Cuanto tiempo sin verle - dijo el camarero, con el mismo entusiasmo que si estuviese saludando a su agente de la condicional -. ¿Qué desea tomar?
- Por lo pronto, me gustaría probar uno de tus combinados. Un Sangre de Dragón con vodka, para empezar.
- Por supuesto - asintió Jericó, de la que sacaba una copa y comenzaba a mezclar hábilmente los ingredientes. Evidentemente, el coctel no llevaba sangre de dragón de verdad, sino que era la granadina la que le daba su color rojizo característico. Pero así y todo estaba delicioso, como bien sabía Ruthven.
- Eh, Jericó, tengo uno nuevo. ¿Te apetece escucharlo?
- Como no, doctor Ruthven.
- Vale. Este es un paciente que está tendido en su lecho de muerte. Su familia, su médico y su abogado están a su alrededor, esperando el suspiro final, cuando de repente el moribundo se sienta, les mira uno por uno y dice: "¡Asesinos, ladrones, malnacidos!" y se vuelve a acostar. Y entonces va su abogado y dice: "Yo creo que está mejorando". "¿Por qué lo cree?", le pregunta la esposa. Y este contesta: "Por que nos ha reconocido a todos" - concluyó Ruthven, con una sonrisa de extrema satisfacción cruzándole el rostro.
- Muy bueno, doctor - asintió Jericó, imperturbable, sin dejar de preparar el combinado.
- Algún día conseguiré que te rías - prometió Ruthven, a la vez que le enseñaba al camarero una foto de Alain y su novia. Él joven miraba a la cámara con una expresión muy seria, casi hostil, mientras que ella parecía mucho más cordial y relajada. Sin embargo, las apariencias engañaban. Ruthven, que los conocía personalmente a ambos, sabía que ella era mucho más peligrosa y despiadada que él.
- Así entre tú y yo, ¿podrías decirme si has visto por aquí a cualquiera de estos dos?
- Doctor Ruthven, ya sabe como son estas cosas. No puedo hablar de un cliente con otro cliente. Normas de la casa.
- Sí, claro. No tendría que haberte preguntado. Mis disculpas - dijo Ruthven, devolviendo su atención a la pareja del sofá. La hematófaga rubia seguía desangrando a su compañera, que a duras penas alcanzaba ya a moverse o a emitir sonido alguno -. Cambiando de tema, ¿podrías ponerme también una botella de agua mineral?
- Su Sangre de Dragón ya está casi listo.
- Sí, ya lo sé. No es para bebérmela.
- Como guste - aceptó Jericó, intrigado a su pesar. Ruthven se acercó el recipiente a la boca, mientras musitaba unas palabras en voz baja. El líquido entró en ebullición y durante un par de segundos pareció brillar como si tuviese luz propia. A continuación se encaminó de vuelta al sofá y se agachó junto a la vampira, tocándole en el hombro a la vez que le decía:
- Si sigues bebiendo de ella la matarás, y ya sabes las reglas del local: aquí nadie muere, a menos que infrinja la reglas del local.
- Vete a la mierda - contestó la no-muerta, sin interrumpir lo que estaba haciendo. El brillo en los ojos de la joven morena se estaba apagando poco a poco, y Ruthven insistió:
- ¿Sabes lo qué es la magia?
Esta vez, la vampira giró la cabeza para estudiar a su molesto visitante.
- ¿Y tú?
- Es curioso que lo preguntes. La mayoría de la gente cree que la magia consiste en sacarte cosas de la nada, como un conejo de la chistera. Pero eso es imposible. Nada se crea ex nihilo. En realidad, el auténtico secreto de la magia, como bien sabían los alquimistas, es la transmutación: transformar una sustancia en otra distinta. Por ejemplo, yo acabo de convertir este agua vulgar y corriente en agua bendita - explicó el bibliotecario, mientras agitaba el contenido de la botella a muy poca distancia del rostro de la hematófaga.
- Es un farol - dijo esta, pero por si acaso reculó en el asiento alejándose del envase todo lo que pudo.
- Puede que sí, puede que no. Sólo hay una forma de salir de dudas - insinuó Ruthven, al tiempo que abría la botella y hacia ademán de salpicar con ella.
- Muy bien, toda tuya - se rindió la vampira, incorporándose y soltando a su acompañante, que resbaló por el respaldo hasta quedar tumbada sobre el sofá, casi inconsciente -. Pero créeme si te digo que esto no queda aquí. Tenemos una deuda pendiente.
- No te molestes. Mi banco ya me ha chupado hasta la última gota de sangre - suspiró Ruthven, mientras cogía a la chica en brazos y se la llevaba consigo hasta la barra, donde - con algo de ayuda de Jericó - logró acomodarla en uno de los butacones que aun permanecían desocupados.
- Avisa al portero para que pida un taxi, y le diga al conductor que la lleve de mi parte al Hospital Universitario de Miskatonic para que le hagan una transfusión de urgencia - ordenó Ruthven, entregándole al camarero una de sus tarjetas de visita y un billete de cincuenta dólares.
- Inmediatamente, doctor Ruthven - asintió este.
- Una última pregunta - añadió el bibliotecario, antes de que Jericó se alejase para cumplir su encargo -. ¿Está Cassandra por aquí? Sí, ya sé lo que vas a decirme, pero esto es diferente. Te aseguro que Cassandra no tiene ningún problema en hablar conmigo. Es más, puede que haya sabido que venía antes incluso que yo mismo.
- No se preocupe - dijo el camarero, interrumpiendo el chorro de explicaciones de su interlocutor -. Ella misma me pidió que le dijese que le espera en su reservado habitual.
- ¿Cuándo te lo pidió?
- Hace un par de días.
Ruthven había visto y oído demasiadas cosas extrañas como para sorprenderse por nada. Sin embargo, cada nueva demostración del talento de Cassandra no dejaba de impresionarle, además de atemorizarle un poco. Pero antes de que pudiera separarse de la barra la joven morena reunió fuerzas de flaqueza para agarrarle del brazo y susurrar, en voz tan baja que Ruthven casi tuvo que leerlo en sus labios:
- Gracias.
(Continuará)
© Alejandro Caveda (Todos los derechos reservados).
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