Una noche en Miskatonic / 02



- ¿Y ahora por dónde? - inquirió su acompañante. 
- De frente y al llegar a la escalera bajando, en vez de subir. 
- Pues está fatal señalizado. 
- En realidad, es una forma de mantener alejados a los curiosos y visitantes indeseables. 
- ¿Cómo yo, quiere decir? - insinuó la chica, sonriendo por primera vez en toda la noche. 
- Para nada. Tu vienes recomendada – contemporizó el bibliotecario, abriendo camino escalones abajo hasta llegar a un descansillo ocupado por una puerta doble metálica que, por su aspecto, parecía más el acceso a la cámara acorazada de algún banco que la entrada de una biblioteca. Sin embargo, antes de que Ruthven pudiese hacer el menor ademán de abrirla, un guardía de seguridad apareció en lo alto de la escalera, cegándoles con el haz de luz de su linterna. 
- ¿Doctor Ruthven? ¿Qué hace aquí a estas horas? - preguntó el hombre, a quien el aludido reconoció como Felton, uno de los vigilantes nocturnos de la universidad; un tipo seco y un tanto extraño, con la cabeza rapada y una afición excesiva por el ejercicio físico. 
- Ah, hola, Mark. Mmm... esto... me temo que me he olvidado la agenda y un par de ejemplares en la biblioteca, y he pensado en pasar a recogerlos para no perder el fin de semana. 
- ¿A estas horas? - insistió el guardía, todavía confuso. 
- Sí, bueno, me imaginaba que todavía habría alguien por aquí. Ella es mi sobrina, por cierto. Le estoy haciendo de canguro mientras sus padres están de escapada romántica en Reno – añadió Ruthven, a la desesperada, al ver que la atención de Fulton se desviaba hacia su acompañante. El guardía frunció el ceño, indeciso, para añadir a continuación: 
- Doctor, le ruego me disculpe, pero usted mejor que nadie sabe que esto es muy irregular, y que el acceso a la biblioteca fuera del horario establecido está prohibido para todo el mundo... sin excepciones. 
- ¡Qué estupidez! ¿Y se puede saber quien le dió esas instrucciones tan absurdas? 
- Usted. Hace cinco años, cuando empecé a trabajar aquí – respondió tranquilamente Fulton. 
- Ah, sí, por supuesto – aceptó el bibliotecario, repentinamente bloqueado y sin saber muy bien cómo salir del paso. 
- ¿Quieres que me encargue de él? – se ofreció su acompañante, casi como si pudiese leer sus pensamientos. Fulton no entendía muy bien lo que estaba pasando, pero de algún modo parecía ser capaz de intuir que se hallaba en peligro por lo que retrocedió un par de pasos mientras su mano se apoyaba en la culata de su arma de reglamento. La chica flexionó los dedos mientras retorcía el cuello para hacer crujir las vértebras. Ruthven tuvo una rápida imagen mental de cómo iba a acabar todo aquello y antes de que fuese consciente de lo que estaba haciendo, cerró el puño en torno al manojo de llaves y golpeó al vigilante en el mentón con todas sus fuerzas. El impacto transmitió una aguda sensación de dolor a través de su brazo, pero logró el efecto deseado: Fulton puso los ojos en blanco y retrocedió hasta tropezar con la pared, por la que se deslizó hasta quedar sentado inconsciente en el suelo. 
- ¡Maldita sea, que daño! Creo que me he roto los nudillos – exclamó el bibliotecario, abriendo y cerrando la mano varias veces para asegurarse de que todos los dedos funcionaban y seguían en su sitio. 
- Sabes, mago, no eres exactamente como me habían descrito. 
- Para empezar, no soy ningún mago de feria. Soy doctor en Antropología y especialista en mitología antigua y religiones comparadas. Y lo más importante, he solucionado el problema sin derramamiento de sangre. 
- No entiendo tus escrúpulos. Este individuo es insignificante. Su muerte no alterará ninguna clase de equilibrio cósmico. Y te aseguro que cuando se despierte no te va a agradecer precisamente que le hayas golpeado. Entonces, ¿por qué tomarse tantas molestias para mantenerlo con vida? - insistió la chica, observando a su acompañante con sincera curiosidad. Y pese a lo extraño de las circunstancias, Ruthven no pudo evitar pensar que había algo inocente, casi infantil, en su forma de plantear la pregunta y aguardar la respuesta, por lo que intentó ser lo más franco y directo posible: 
- Porque tiene derecho a agotar su saldo de tiempo hasta el último minuto, como cada uno de nosotros, independientemente de lo que haga con él. 
- Cuando te refieres a todos nosotros ¿me estás incluyendo a mí también? 
- Claro que sí. De lo contrario, no estaríamos aquí – asintió Ruthven, recordando con nostalgia su cómodo sillón y su televisión de plasma con pantalla panorámica. 
- Sigo sin entenderte, mago – reconoció la chica al cabo de varios segundos -. Pero empiezas a caerme mejor. 
- Mira que bien. Ya me quedo más tranquilo – ironizó este, a la vez que abría la doble puerta de acceso a la biblioteca y tanteaba en busca de los interruptores de la luz – Bienvenida a nuestra biblioteca, el orgullo de la universidad Miskatonic y objeto de deseo de todos los aficionados al ocultismo y los fenómenos paranormales. Ten cuidado donde pones los pies y no toques nada, por inocente que parezca. 
Ante ellos se extendía una larga sala ocupada por hileras e hileras de estanterías y mesas equipadas con equipos informáticos que se sucedían en el espacio hasta perderse en la distancia. Al fondo se veía otra puerta de acceso bloqueada por una mesa escritorio y un arco de seguridad parecido al de los aeropuertos. Aparte de varios fluorescentes, la única fuente de luz que había en la biblioteca provenía de unos estrechos ventanales ubicados en lo alto de las paredes, casi rozando el techo. 
- Estamos a unos ocho metros de profundidad. De hecho, esos ventanales que ves ahí arriba están a ras de suelo y dan al patio exterior de la universidad. Para que te hagas una idea, este edificio tiene un diseño parecido al de un peine, con un eje principal del que salen varias galerías perpendiculares. Nosotros estaríamos bajo la púa central, por así decirlo – explicó Ruthven a su acompañante, que iba tras él observando el espacio que les rodeaba con los ojos muy abiertos y una expresión de asombro reverente pintada en su rostro. 
- Me están hablando – musitó la chica -. Puedo oírlos dentro de mi cabeza. 
- ¿A quién? 
- Los libros. 
- ¿Ah, sí? ¿Y qué te dicen? - inquirió el bibliotecario, sinceramente interesado. 
- ¿Cómo puedes estar aquí día tras día y no escucharlos? - replicó a su vez ella, ignorando la pregunta de Ruthven. 
- Muy fácil. Digo que sí con la cabeza mientras estoy pensando en otra cosa, igual que hacen mis alumnos – explicó este.

(Continuará...)

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