Nunca estaremos más vivos que ahora /02


El resto del día transcurrió sin más sobresaltos, y cuando por fin regresé a mi domicilio en la avenida Galicia estaba más que dispuesto a olvidarme de la inoportuna señorita Vega y sus locuras. Sin embargo, como pronto descubrí, era más fácil decirlo que hacerlo, y es que pese a todos mis esfuerzos por pensar en otras cosas, mi cabeza estaba llena de imágenes de la joven esposada e introducida a la fuerza por dos agentes en un coche patrulla o, peor aún, arrastrándose por el suelo mientras varios perros de presa se ensañaban con ella, una perspectiva que no dejaba de angustiarme por más que me repitiese a mi mismo que ese no era mi problema. Por fin, al filo de la medianoche me di por vencido y, tras coger el teléfono, marqué un número que conocía muy bien pero que ya no esperaba volver a utilizar.
- ¿Si? - me respondió ella, al cabo de varios segundos, con voz soñolienta y algo apagada.
- Que sepas que eres el diablo en persona.
- Adrián - dijo, pronunciando mi nombre de una manera tan sensual que, en otro momento, me hubiese provocado escalofríos de placer -. ¡Qué casualidad! Yo también estaba pensando en ti.
- Antes de nada, para que quede claro: ¿estás decidida a seguir adelante con esta locura?
- Si.
- ¿Incluso a sabiendas de que si te pillan esta vez ni el mejor abogado del mundo te librará de acabar fichada? Por no hablar de cómo reaccione tu abuelo - añadí, recordando cómo se las gastaba el viejo Vega, dispuesto a llegar incluso al asesinato con tal de proteger la reputación de su díscola nieta.
- Incluso así.
- Muy bien - suspiré -. Sé que me acabaré arrepintiendo, pero acepto. Con una condición: si lo vamos a hacer, será a mi manera. Yo decidiré cuando y como, y no admito discusiones al respecto. Así que si tienes alguna objeción, dilo ahora o calla para siempre.
- ¡Señor, sí, señor! - gritó mi interlocutora desde el otro lado de la línea y casi pude imaginarla ahí de pie, en pijama y chocando lo talones mientras se llevaba una mano a la sien a modo de saludo burlón.
- Hoy por la tarde diste a entender que tenías algún tipo de información confidencial acerca de la seguridad de la finca.
- Si, aunque no puedo revelarte como la he obtenido.
- No importa. Tampoco tengo el menor interés en saberlo. ¿Esa información incluye los planos de la casa y del terreno circundante?
- Aha.
- Muy bien. Si te parece, podemos quedar mañana... quiero decir, hoy por la tarde - rectifiqué sobre la marcha -, para echarles un vistazo y ver que se puede hacer.
- Por mi perfecto. ¿Dónde y a qué hora?
- Te llamo sobre la marcha - respondí, evasivo. No podía citarla en la oficina, e invitarla a mi casa era demasiado arriesgado. Necesitaba un lugar tranquilo, discreto y, sobre todo, neutral. Y como suele pasar en estas ocasiones, la respuesta se presentó por si sola al cabo de un rato.

El Colonial era uno de mis rincones favoritos de Oviedo: un café al viejo estilo, pequeño y casi escondido entre las callejas del casco histórico de la ciudad. Antiguo refugio de intelectuales y tertulianos, la clientela se había ido haciendo más variopinta con el paso de los años, y a los parroquianos habituales había que sumar ahora estudiantes universitarios y hipsters en busca de nuevos ambientes y experiencias. Juan, el dueño, llevaba ahí más tiempo de lo que yo podía recordar, como si siempre hubiese formado parte del mobiliario del local. Hostelero de la vieja escuela, era un tipo alto, delgado y seco que nunca sonreía y seguía tratándome de Usted pese a que hacía más de quince años que nos conocíamos. El cliente siempre tiene razón pero confianzas, lo que se dice confianzas, las justas, me solía decir en las escasas ocasiones en que se sentía especialmente comunicativo.
Para mi cita con Adriana Vega reservé una mesa en el rincón más discreto del establecimiento, desde donde podía controlar tanto la puerta como la calle exterior sin que nadie a su vez pudiese verme a mí ni a mi acompañante. Por suerte, tanto la mesa como el lugar parecieron ser del agrado de la señorita Vega, que acudió a la cita con un portátil bajo el brazo y su mejor aspecto de alumna aplicada, gafas de lectura incluidas, aunque por lo que yo sabía nunca las había necesitado.
Tras pedir un par de cafés me dispuse a examinar el material que mi acompañante traía consigo, empezando por los horarios del equipo de vigilancia, siguiendo por varias fotografías del chalé de Santiago Román y terminando con los planos del mismo. Alguien - tal vez el misterioso informador de Adriana - había tenido el detalle de señalar sobre el plano la localización de las cámaras de seguridad y el espacio de terreno que controlaban todas y cada una de ellas.
- No hay puntos ciegos - musité al cabo de varios segundos, contrariado.
- Lo sé. Es todo un problema, ¿no?
- Podría ser. ¿Cómo tenías pensado hacerlo?
- Distrayendo a los perros y a los guardias de alguna manera. Que se yo, tirándoles comida o un gato por un lado, mientras yo me colaba por el otro.
- Olvídalo. Estos animales están entrenados para comer siempre a la misma hora, siempre en el mismo sitio, y siempre de manos de sus guardianes. Podrías arrojarles media tonelada de solomillo crudo encima y no te serviría de nada, excepto para hacer saltar todas las alarmas.
- ¿Y entonces como lo haría usted, maestro? - inquirió la joven, curiosa y molesta a partes iguales.
- Conozco a un tipo que sintetiza un espray a partir de orina de perras en celo. Lo vaporizas sobre el césped y los animales se ponen como locos. Al final, los guardias tienen que encerrarlos y continuar haciendo la ronda sin ellos.
- No está mal - hubo de reconocer mi interlocutora, a regañadientes -. ¿Y las cámaras?
- Si son wifi, se pueden hackear. Podemos modificar el intervalo de giro, o acortar temporalmente su ángulo de visión para poder entrar sin que nos vean.
- Y supongo que también conoces a alguien capaz de hacerlo.
- Casualmente, si - repuse, con mi mejor tono de falsa modestia.
- ¡Genial! Ya sólo falta saber cómo vamos a entrar en la casa.
- También he pensado en eso. Por este lado, el muro exterior está muy cerca del edificio. ¿Ves? - indiqué, señalando la parte posterior del chalé -. No creo que haya más de un par de metros de ancho por unos diez de largo, controlados por estas dos cámaras. Si conseguimos piratearlas, podríamos saltar el muro y acceder a este cuarto de servicio de aquí, al lado de la cocina. De ahí, pasaríamos al vestíbulo, y a continuación al despacho de Román, siempre y cuando todo vaya bien y no nos tropecemos con ningún vigilante que se esté preparando un café. O que no haya más cámaras de vigilancia dentro de la casa.
- No las hay. Fíate de mí.
- No, si yo me fio de ti. El problema es la maldita ley de Murphy. Cuando un plan es demasiado complejo, y depende de demasiados factores, siempre hay un elevado índice de probabilidades de que algo salga mal.
- Pero esto no saldrá mal. Tú eres un profesional, y yo tengo suerte de sobra más que suficiente para los dos - afirmó, cogiéndome de la mano en señal de amistad (y puede que algo más). Sin embargo, la suerte de la señorita Vega era un arma de doble filo. Yo no dudaba de que ella fuese a salir de allí oliendo a agua de rosas; más bien eran mis propias posibilidades de supervivencia las que me preocupaban.
Una vez establecido el plan permanecimos un rato más en el Colonial charlando de cosas intrascendentes. Al filo de las ocho mi acompañante dejó caer que podíamos cambiar de sitio para ir a cenar juntos, y yo me saqué de la manga la primera excusa que se me ocurrió para escurrir el bulto sin que se notase demasiado. Al salir, me despedí del dueño con un sencillo "Hasta mañana", como de costumbre, pero Adriana se acercó hasta la barra para decirle, con ese aire regio y un tanto condescendiente que la caracterizaba:
- Me encanta este sitio. Y el café era excelente. Muchas gracias por todo.
Esas fueron sus palabras. Y para mi sorpresa, el hostelero, que rara vez confraternizaba con sus parroquianos, correspondió a su gesto con una breve inclinación de cabeza, más elocuente en su sencillez que cualquier otra clase de cumplido, a la vez que le respondía:
- A usted, señorita.
Tras lo cual me lanzó una una discreta mirada de aprobación, dándome a entender sin palabras que, de todas mis acompañantes, habituales u ocasionales, esta era la primera que de verdad merecía la pena. Ahora sé que tenía razón, y yo en el fondo también lo sabía, aunque en aquel entonces me empeñase - inútilmente - en guardar las distancias. Así de ciegos estamos cuando creemos que somos dueños de nuestro propio destino.

(Continuará...).
© Alejandro Caveda (Todos los derechos reservados).
Este relato ha sido registrado en Safe Creative (Registro de la propiedad intelectual) de forma previa a su publicación en el Zoco.

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