La voz del océano (Una historia de Adrián Ruthven)
Hacía casi diez años desde la última vez que Adrián Ruthven había visitado a Yves Marchant y apenas recordaba el camino que conducía hasta la mansión costera del oceanólogo. A mayor abundamiento, su viejo Volvo 480 no iba equipado con GPS, por lo que ni siquiera tenía la certeza de estar siguiendo la ruta correcta, o de no haberse pasado la desviación. Cuando empezaba a valorar la posibilidad de detenerse a llamar a su anfitrión vio una silueta lejana apoyada en el muro que bordeaba el flanco derecho de la carretera. Al llegar a su altura, pudo ver que se trataba de una joven de edad indefinida, entre los quince y los veinticinco años, a cuyos pies descansaba una vieja bicicleta de paseo. Su cabello rubio, de un tono dorado, mezclado con algunas hebras del color de la paja seca, contrastaba con el tono oscuro de su piel e iba vestida con un raido jersey de lana beis de corte clásico, por encima de unos desgastados vaqueros azules que apenas alcanzaban a cubrir sus zapatillas de deporte Converse.
-
¡Disculpa! ¿Sabes si por aquí voy bien para la Mansión Marchant? - le
preguntó, tras bajar la ventanilla del pasajero. Sin embargo, para el
caso que le hizo la joven, lo mismo podía haber sido invisible. Molesto,
Ruthven se disponía a repetir la pregunta cuando esta respondió, sin
levantar apenas la mirada del suelo:
-
Al doblar la próxima curva hay una desviación a la derecha. No está
señalizada, así que vale más que vaya despacio y esté atento. Siga
siempre el camino que le indican las rodadas y al cabo de cinco
kilómetros verá la mansión. Y no circule muy rápido, o se dejará todos
los bajos del coche en el primer bache. Hay socavones donde puede caerse
una oveja y ser incapaz de salir sin ayuda.
Curiosamente,
su voz era algo ronca y excesivamente grave para alguien de su edad (y
género), aunque Ruthven no le prestó atención en su momento, preocupado
como estaba por los desperfectos que el estado del terreno le podía
provocar a su ya deteriorado Volvo.
-
Muchas gracias - le gritó, de la que reanudaba su camino. Sólo entonces
ella levantó la cabeza, observando como el vehículo se perdía en la
distancia con una expresión inescrutable en su juvenil rostro. Sin
embargo, sus indicaciones eran buenas. Al cabo de otros treinta minutos
Ruthven pudo divisar a lo lejos la silueta de la mansión y poco después
aparcaba frente a la entrada principal, donde ya le esperaba un
sonriente Yves Marchant.
- ¿Qué tal? ¿Has tenido buen viaje?
-
No sabría decirte. De niño me parecía que había más distancia, y el
paisaje era como mucho más inquietante. Supongo que nuestra perspectiva
cambia con la edad.
-
Me imagino que sí, porque esto está más o menos igual desde que yo
tengo memoria. Venga, acompáñame y ponte cómodo. ¿Te apetecen una copa
de Oporto y un buen puro habano? - dijo su anfitrión, de la que le
precedía al interior.
- Si a lo primero, no a lo segundo. No fumo, y menos habanos.
-
Vamos, no me seas estirado. Es una ocasión especial, y tenemos que
ponernos al día - insistió Marchant, mientras llenaba dos copas con el
contenido de una botella que extrajo de un elegante mueble bar de estilo
retro.
-
Bonitas vistas - comentó a su vez Ruthven, señalando el enorme ventanal
que presidía la estancia, prácticamente al borde del acantilado.
-
Si, ¿verdad? Nunca me canso de mirarlo. Hay algo hipnótico en el sonido
del mar y el movimiento de las olas. No es lo mismo que estar en
cubierta, claro, pero me temo que esos días se han terminado.
- ¿Y qué tal vas de lo tuyo?
-
Mal - repuso el oceanógrafo, sin cambiar de tono -. Tres, cuatro meses a
lo sumo. Al menos, he tenido tiempo para poner en orden mis asuntos y
darles instrucciones precisas a mis abogados. Cuando haya... cuando ya
no esté, tú serás mi albacea. No te preocupes. Todo está atado y bien
atado, pero quería estar seguro de que mi legado quedaba en buenas
manos.
-
Te agradezco la confianza, pero ¿por qué yo, precisamente? - inquirió
Ruthven. Sin embargo, su interlocutor continuó hablando como si no le
hubiese oído.
-
¿Sabías que en castellano el mar es una de esas palabras ambiguas que
lo mismo pueden expresarse en masculino que en femenino? El mar, o la
mar. Sin embargo, yo siempre he pensado en ella en términos femeninos. Y
como a cualquiera de mis amantes, al principio no terminaba de
tomármela demasiado en serio. Era joven, ingenuo y estúpido. ¿Te
acuerdas de cuando intenté cruzar en velero el océano atlántico,
siguiendo la ruta de Lindbergh?
- Vagamente.
-
Claro que no, tú todavía eras un crio. Lo que no puedes saber, porque
no se le conté a nadie, es que una tormenta estuvo a punto de echarme a
pique. Un golpe de mar me arrastró fuera de cubierta y me encontré a
oscuras, en medio del mar, rodeado de olas más altas que un rascacielos y
con un chaleco salvavidas por única compañía. Te juro que vi pasar toda
mi vida por delante de mis ojos. Nadé como un desesperado, a la vez
que le suplicaba a gritos una segunda oportunidad. Déjame vivir, gritaba
al viento, y a cambio te daré cuanto me pidas. Ella se echó a reír y me
contestó: ¿Por qué debería hacerlo? Ya eres mío. ¿Qué ganaría yo con
semejante trato?
Marchant hizo una pausa para echar un trago de Oporto y darle una calada a su habano antes continuar su relato.
-
Si me matas ahora no sacarás nada en limpio, le dije. Tan sólo otra
víctima involuntaria que se ahogará maldiciendo tu nombre con su último
aliento. Pero si me perdonas, te dedicaré el resto de mi vida. Para
estudiarte, para protegerte, para conocerte mejor. Y cuando llegue el
momento, regresaré a ti, pero no como ahora, con las manos vacías, sino
con mi legado a modo de ofrenda.
- Y supongo que ese momento ya ha llegado - intervino Ruthven, y esta vez no era una pregunta.
-
Sabes, si le hubiese contado todo esto a cualquier otra persona ya se
estaría riendo. O como poco, pensaría que al viejo Marchant ya le
empezaban a patinar las neuronas. Por eso te he escogido a ti. Sé que
has visto - y oído - cosas mucho más extrañas que esta, y que eres una
persona de confianza. Como tu padre. Así y todo, lamento ponerte en
semejante compromiso.
- No te preocupes - repuso su visitante.
-
En fin, no tiene sentido retrasar más el momento. ¿Te importaría...? -
se interrumpió el oceanógrafo, indeciso, a la vez que señalaba la puerta
de la terraza.
- Después de ti.
Ambos
hombres salieron al exterior. De la terraza partía una estrecha
pasarela metálica que descendía hasta un embarcadero, ahora vacío y sin
más señales de presencia humana que una vieja silla de playa.
-
Sabes, es curioso - dijo Marchant, a la vez que empezaba a quitarse la
ropa y dejarla pulcramente ordenada en el respaldo de la silla -. He
escrito tres libros y Dios sabe cuántos artículos, guiones y
conferencias. Me he pasado media vida en el agua o bajo ella. Perdí el
oído derecho por una mala descompresión en las Bermudas, y una vez un
tiburón tigre estuvo a punto de arrancarme en directo una nalga de un
mordisco durante la grabación de un reportaje. Y sin embargo, ahora
tengo miedo de que todo eso no haya sido suficiente. Es una amante
generosa, pero muy exigente.
- Estoy seguro de que apreciará todo lo que has hecho por ella.
Su
anfitrión sonrió, ahora completamente desnudo salvo por un discreto
traje de baño negro. Marchant nunca había sido un tipo voluminoso, pero
ahora su cuerpo parecía especialmente delgado, casi encogido, como si se
estuviese consumiendo a sí mismo. Acercándose a su acompañante, le
apoyó una mano en el hombro, a modo de gesto de despedida.
-
Tu padre fue como un hermano para mí. Y estoy seguro de que, si pudiera
verte, se sentiría orgulloso de la clase de hombre en que te has
convertido.
- ¿Tú crees? Yo más bien me lo imagino meneando la cabeza y preguntándose por qué no me puedo parecer más a mi hermano James.
-
James es un buen tipo, pero demasiado aburrido. Y nunca ha sabido
apreciar un buen Oporto. Buena suerte, Adrián - añadió el oceanólogo, a
modo de despedida, antes de arrojarse de cabeza al agua y empezar a
nadar mar adentro con unas brazadas tan enérgicas como sorprendentes en
alguien de su constitución física. Al cabo de un rato, su figura
desapareció entre las crestas de las olas y los remolinos de espuma.
Sólo entonces Ruthven se dio cuenta de que no estaba solo. La joven que
se había encontrado en la carretera - y le había indicado el camino a
seguir - se hallaba de pie a su lado, sin haber hecho el más mínimo
gesto o sonido que anunciase su llegada.
-
No pensé que llegase hasta el final. La mayoría suelen echarse atrás en
el último momento - comentó ella, en tono casual, al darse cuenta de la
atención de su acompañante.
-
Siempre estuvo enamorado de ti - repuso Ruthven -. Supongo que para él,
esto debe de haber sido lo más parecido a una liberación.
-
Lo sé, y por eso le honraré igual que él ha honrado nuestro acuerdo.
Mientras yo exista, él nunca desaparecerá del todo. Morará en palacios
de coral, las corrientes marinas le acunarán en su seno y hasta la más
humilde de mis criaturas le rendirá pleitesía. Porque yo soy la Fuente
de la Vida y, al final, todo lo que alguna vez ha estado vivo termina
por regresar a mí - aseveró, con aquella voz suya, a ratos femenina, a
ratos masculina. Y al verla más de cerca Ruthven pudo observar que sus
ojos cambiaban de color de un momento a otro, pasando del verde al azul y
viceversa, como el agua del mar bajo la acción de los rayos del sol.
Ella (¿él?) se dio cuenta de su escrutinio y, con una sonrisa malévola,
le tendió la mano derecha a la vez que le ofrecía:
- ¿Y tú, hechicero? ¿No quieres hacer el mismo trato? ¿Acaso no te tienta la posibilidad de la vida eterna?
- Yo es que soy más de tierra firme - rechazó este, en tono cortés pero seguro -, y además, siempre me he mareado en altamar.
Su
interlocutor se rio, pero la suya no era una risa alegre. Más bien era
como el sonido de las olas rompiendo contra los acantilados un día de
tormenta.
-
Tal vez en otra ocasión - concedió ella, de la que un golpe de mar
sacudía la base de las rocas y una nube de espuma caía a su alrededor,
cegando a Ruthven por un momento. Cuando por fin pudo recuperar la
vista, estaba de nuevo solo. La misteriosa visitante había desaparecido
tan silenciosa y rápidamente como había llegado, sin dejar más huella de
su presencia que un ligero aroma a calone y a salitre. Allí no había
nada más que ver, así que al cabo de un rato decidió irse él también.
Aun le quedaba un largo viaje por delante, y faltaba poco para el
anochecer.
La
desaparición de Yves Marchant apenas ocupó un breve espacio en las
páginas interiores de la prensa local. Dado que su enfermedad era de
sobras conocida, el juez investigador dictaminó que el oceanólogo se
había suicidado para ahorrarse sufrimientos innecesarios. Nunca se
recuperó su cadáver, lo que no era extraño, dado la abundancia de
corrientes marinas en aquella zona que lo debían de haber arrastrado mar
adentro y, por otro lado, el difunto había tenido la precaución de
dejarlo todo atado y bien atado desde el punto de vista legal, por lo
que tras un periodo prudente de tiempo, el caso quedó archivado y
relegado al olvido.
Ruthven,
sin embargo, recordaba. Y siempre que podía, regresaba a la casa de la
costa, donde se servía una copa de Oporto antes de sentarse en la
terraza y quedarse ahí sentado mirando el mar durante horas. A veces
creía percibir voces lejanas que le llamaban por encima del murmullo de
las olas y el incesante vaivén de la marea.
Sólo es el viento, se decía entonces a sí mismo. El viento, y nada más.
“La
voz del océano” es anterior, temporal y cronológicamente, a “Una noche
en el cementerio”, “Una noche en Miskatonic” y “Los sabuesos del
infierno”. La escribí hace muchos años, cuando muchos aspectos del
personaje aún no estaban completamente definidos, por lo que he tenido
que hacerle algunos retoques (como cambiar el modelo del coche, que en
la versión original era un Saab 9000) para que encaje mejor con las
historias que ya están publicadas en el blog y que son posteriores
dentro de la cronología del personaje. Un par de detalles interesantes:
aquí se menciona por primera vez a James, el hermano de Ruthven, que
reaparecerá en una de las futuras entregas de la serie. Y la escena en
la que la joven intenta “seducir” al protagonista recuerda a otra
similar en “Una noche en Miskatonic”, entre Ruthven y Raj. Quizás cuando
estaba escribiendo esta tenía “La noche del océano” en la cabeza,
aunque fuese a un nivel inconsciente.
© Alejandro Caveda.
(Este relato ha sido registrado en Safe Creative de forma previa a su publicación).
(Este relato ha sido registrado en Safe Creative de forma previa a su publicación).
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