La importancia de llamarse (o no) Dr. Fu Manchú


Hace poco leí en la prensa que los herederos de los derechos de la obra de Sax Rohmer habían decidido que las novelas protagonizadas por el infame Dr. Fu Manchú no se reeditasen nunca más, por su contenido racista que podía ser ofensivo para todas las personas de raza china. Otra muestra del pensamiento intolerante que, disfrazado de progresista, recorre buena parte del mundo actual a sus anchas. Dejando a un lado que dichas novelas fueron escritas en una época distinta (y como tal hay que entenderlas) semejante premisa nos llevaría a una conclusión disparatada. Es decir, si todos los villanos tienen, necesariamente, un país de origen, ¿sólo son aceptables los genios el crimen blancos, heteros y de ascendencia europea, como el Dr. Moriarty? ¿Dónde deja eso al Dr. Fu Manchú, al Dr. No, a Mr. Big, al Mandarín, a Ra’s al Ghul, a Ming el Implacable, a Sumuru, y a tantos otros personajes, no necesariamente villanos, como Charlie Chan o Kwai Chang Caine?


Por extensión, la postura de los herederos de Rohmer también afecta a Shang Chi, el hijo de Fu Manchú, creado para la editorial Marvel en 1973 por Steve Englehart y Jim Starlin. Según su biografía oficial, Shang Chi era hijo del buen doctor y de una ciudadana norteamericana, escogida por su perfección física y pureza genética para engendrar al hijo, o asesino, perfecto. Esa mezcla de razas hacía de Shang Chi un hombre atrapado entre dos mundos, demasiado oriental para los occidentales, y demasiado occidental para los suyos. Durante la etapa de Dough Moench y Paul Gulacy es frecuente que sus adversarios, e incluso algunos compañeros (como Black Jack Tarr) se dirijan a él de forma despectiva como «Chino» (Chinaman, en el original). Pero cuando Chi tiene que viajar a Hong Kong para enfrentarse a Shen Kuei, alias Gato, este no duda en llamarle «británico» una y otra vez, al tiempo que le acusa de haberle vuelto la espalda a sus raíces. Quizás de ese conflicto surgía buena parte del encanto de Shang Chi, un hombre solitario paro a la vez necesitado de compañía, que busca en Nayland Smith un sustituto de la figura paterna perdida, y en sus compañeros de trabajo la amistad y el amor que no ha conocido de niño. En la nueva versión del UCM, no obstante, Chi es hijo de El Mandarín y una joven china, con lo que el conflicto personal desaparece sustituido por el orgullo racial, dando lugar a un personaje más positivo, alegre y optimista. Nada que objetar. Al contrario que Fu Manchú, Shang Chi es cien por cien propiedad de Marvel, y pueden modificarlo a su antojo. Pueden conservar el nombre y convertir al personaje en una parodia new age de si mismo, y estarían en su derecho, aunque gracias a eso las historias primigenias cobren un valor añadido precisamente por abordar temas que hoy días serían inviables gracias o, debido a, la corrección política. A título personal, quien haya adquirido los siete volúmenes que publicó Panini entre 2017 y 2018, con toda la etapa clásica del personaje, debería guardarlos como oro en paño, ya que es muy dudoso que volvamos a verla editada en castellano.


Ciertamente, Rohmer no es el único autor afectado por esta fiebre revisionista neopuritana. Otros escritores como Chester Gould o Ian Fleming, famosos por sus villanos coloridos, deformes y, a menudo, no caucásicos, como los ya mencionados Dr. No o Mr, Big (por no olvidarnos de los asesinos gais Mr. Kidd y Mr. Wint, de Diamantes para la eternidad), también están en el punto de mira. Los sucesores literarios de Fleming ampliaron la lista con nuevos personajes como el Coronel Sun, Tiburón, Zao, Silva o Lyutsifer Safin, entre otros no menos llamativos. Ciertamente, Fleming relacionaba la maldad con el fetichismo, la deformidad física y una cierta extravagancia personal, rasgos a los que no era ajeno su propio héroe de ficción. En la primera novela de la saga, Casino Royale (1953) Bond es marcado por los agentes de SMERSH para que en el futuro todos puedan reconocerle como espía, aunque las referencias a la cicatriz van desapareciendo en novelas posteriores. Sin embargo, ese no es el único motivo por el que Bond está en la picota. El mejor agente secreto al servicio de Su Majestad es demasiado cínico, arrogante, mujeriego y expeditivo para los tiempos que corren, pese a todos los esfuerzos para humanizarle por parte de Daniel Craig y Gary Fukunaga. Por el camino, le hemos visto dejar de fumar, cambiar el Martini con vodka y el Dom Perignon por el Whisky, e incluso pedirle a Ana de Armas que se diese la vuelta mientras se cambiaba de ropa, cual virgen cándida en su noche de bodas. ¿Cómo será el nuevo 007 con tal de encajar en la sociedad del cambio climático, del #MeToo, del #BlackLivesMatter, las hamburguesas vegetarianas y los vehículos eléctricos? ¿Hasta donde estamos dispuestos a descafeinar al personaje con tal de que no desentone en los tiempos que corren? Ya hemos tenido un atisbo en Sin tiempo para morir (2021) con esa 007 femenina y de color, aunque no se llamase (todavía) Jane Bond.


Seguramente muchos y muchas de quienes me están leyendo opinen que no es para tanto. Que la vida es cambio, y que las nuevas generaciones, las cuales no están lastradas por el peso de años y años de continuidad, asumen estos cambios con mucha más soltura que los viejos nostálgicos, siempre atentos a la mínima desviación del Canon para criticar lo que consideramos una traición a las esencias del personaje. Sin embargo, como diría algún antiguo sofista griego, ¿hasta dónde puedes pretender cambiar algo y que siga siendo lo mismo? Y si va a acabar siendo algo completamente distinto, ¿porqué seguir llamándolo igual? El problema es que muchas veces no se trata tanto de acercar al personaje a las nuevas generaciones, como de corregirle esos supuestos defectos que le vemos y que nos sentimos obligados (o, incluso legitimados) a extirparle para que resulte menos ofensivo.
Hace poco tuve la ocasión de leer la actualización de dos personajes clásicos del comic como son el nuevo Ric Hochet de Zidrou y Simon Van Liemt, y el Corto Maltés del siglo XXI plasmado en Océano negro (2021) por el guionista Martin Quenehen y el dibujante Bastien Vivés. Ambas buenas historias, cada cual a su manera. Zidrou y Van Liemt se limitan a trasladar a Hochet al presente, sin explicar como es que no ha envejecido un sólo día, y darle a sus aventuras un toque más adulto no exento de un tono de autoparodia consciente y, a la vez, respetuoso con la serie original, mientras que en el caso de Océano negro los autores reinterpretan al aventurero de Pratt en clave contemporánea, manteniendo muchas de sus señas de identidad, pero adaptándolo al mundo globalizado y algo paranoico de un 2001 post 11-S. En ambos casos la idea funciona porque está hecha el respeto y ni Ric Hochet ni Corto Maltés son (todavía) personajes políticamente incorrectos, como si lo es el antaño popular Tintin, con su creador (Herge) sospechoso de exhibir tintes racistas e incluso fascistas, tal y como también se les presupone a otros autores como H. P. Lovecraft o Robert E. Howard, padre literario de Conan el Bárbaro. E incluso personajes tan poco polémicos, a priori, como Asterix y Obelix se han visto salpicados en fechas recientes por el escándalo al saltar la noticia de que sus aventuras iban a ser retiradas de algunos colegios y bibliotecas de Canadá por resultar ofensivos contra los pueblos indígenas. Quizás empezamos a buscar fantasmas donde no los hay, porque una cosa es el humor incisivo pero amable de Goscinny y Uderzo, y otra cosa son la mofa, el desprecio o la falta de respeto, que no se aprecian en parte alguna de su obra.


Pero es lo que hay. El Dr. Fu Manchú ya no es chino ni villano, su hijo ya no es su hijo sino del Mandarín, James Bond es un héroe romántico, Conan un salvaje acosador y en sus viajes Asterix y Obelix hacían un retrato demasiado poco amable de los pueblos que se iban encontrando. Lara Croft es demasiado sensual, el Fantasma Enmascarado un opresor colonialista, El Castigador no cree en la reinserción, el Caballero Luna frivoliza con las enfermedades y trastornos mentales, el Comediante es un fascista violador, y otros personajes como Lobo (El Hombre) o Masacre sólo se salvan (de momento) por el elevado tono de humor e incluso de autoparodia de sus aventuras, que invita a no tomarlos demasiado en serio, aunque sólo es cuestión de tiempo que el punto de mira de la nueva censura se fije en ellos. Pero entretanto mejor no digan nada porque en estos tiempos modernos disentir es delinquir, y si no estás de acuerdo con la grey te pueden tachar de intolerante y retrógrado a la primera de cambio, cuando en realidad sólo es un empacho de nostalgia mal digerida. La crisis de la mediana edad llevada al terreno más fan y purista. Y que tanta corrección política obsesiva-compulsiva ya empieza a resultar molesta, que caray.

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