El shock del futuro presente
Tal y como señalábamos en un artículo anterior, el cambio de siglo (y de milenio) no fue tan traumático como la gente esperaba y algunos visionarios habían vaticinado. Si bien no había coches voladores, ni ciudades en Marte, ni aceras deslizantes y tantos otros gadgets futuristas popularizados por los escritores de ciencia ficción del siglo XX, si hubo una cierta continuidad fluida que, más allá del simbolismo del cambio de cifras, no se tradujo en una auténtica revolución (del tipo que fuera) al menos hasta el año 2007. Dicho de otro modo, el siglo XXI empezó con retraso, pero una vez que ha empezado, los cambios son cada vez más rápidos y sus consecuencias, a día de hoy, imprevisibles.
La crisis económica de 2007 fue el primer golpe que sacudió el avispero, agitando a sus inquilinos. De repente, el futuro ya no parecía tan seguro y brillante como años atrás, e incluso el presente cercano se presentaba lleno de incertidumbres y desgracias: recesión económica, naciones arruinadas, recortes de prestaciones y servicios sociales mientras que de forma paralela crecían el paro, los desahucios y otras injusticias sociales, etc. Los gobiernos, desbordados por la situación, perdieron protagonismo frente a la sociedad civil, lo que provocó el auge de otros grupos que venían a llenar ese vacío, como las plataformas antidesahucios o nuevos partidos políticos de corte más radical o populista. Y aunque la crisis remitió con el tiempo, muchas de sus consecuencias aún perduran, incluyendo una cierta desconfianza de buena parte de la población hacia las élites políticas y financieras.
Poco después (2017) explotó el movimiento #MeToo, a raíz de una serie de denuncias de varias actrices de Hollywood que reconocían haber sufrido abusos por parte de productores y otros compañeros de profesión. Lo que empezó siendo una campaña en la redes sociales, identificada por el hashtag #MeToo, acabó derivando en un nuevo impulso del pensamiento feminista y de las políticas sobre la violencia de género, que muchos partidos políticos se apresuraron a recoger como propias, aunque el movimiento es sí sea transversal y no busque tanto pequeñas reformas como una transformación más profunda de la sociedad a través de una nueva mentalidad igualitaria y con perspectiva de género. Paralelamente, comenzó a extenderse por Europa el ecologismo inconformista y algo radical de Greta Thunberg, una adolescente sueca que instaba a los gobiernos mundiales a tomar medidas medidas medioambientales más rápidas y de mayor calado. En su momento de mayor popularidad la joven llegó a viajar a los EEUU para participar en una cumbre de la ONU que tuvo mucha repercusión mediática, lo que - al igual que en el caso del #MeToo - animó a muchos gobiernos y partidos políticos a incorporar una ambiciosa agenda medioambiental a su programa, y dar un nuevo impulso a viejos proyectos que permanecían un poco parados, como el protocolo de Kyoto o los programas de acción comunitarios en materia de medio ambiente.
A todo esto habría que sumar el #BlackLivesMatter y los disturbios provocados por conflictos raciales en los EEUU que jalonaron el último tramo de gobierno del ya ex-presidente Donald Trump, lo que terminó de acuñar una no tan nueva conciencia social progresista caracterizada por la defensa de la igualdad de razas y géneros (y la condena de la violencia de género), el desarrollo sostenible y la corrección política más estricta, aliñada con algunas tendencias de moda en las sociedades desarrolladas como el veganismo, los movimientos antivacunas o un cierto laicismo militante. Dicha mentalidad se extiende como un virus, examinando con ojo crítico todos los aspectos de la realidad circundante, e incluso revisando (y corrigiendo) el pasado, hasta el punto de que ni las obras de arte, o las obras maestras del cine y la literatura, están exentas de ser sometidas a juicio y condenadas si no superan el estricto filtro de las nuevas normas de pensamiento y conducta.
Cabe aventurar, pues, como adelantábamos al principio, que si bien el siglo XXI empezó con retraso, una vez aquí ha irrumpido con la fuerza de un huracán, trastocándolo todo a su paso. Un cambio más sociológico que tecnológico. A día de hoy todavía no tenemos coches voladores, ni ciudades en Marte, ni aceras deslizantes, pero tenemos algo mucho mejor (o peor, según como se mire): Internet y las redes sociales, auténtico campo de batalla virtual donde los ejércitos combaten entre sí a base de hastags, réplicas y contra réplicas, fake news, bloqueos, reportes, censura y rumores elevados a la categoría de Verdad Absoluta. Un matadero donde las reputaciones son puestas a prueba, diseccionadas y arrojadas sin el menor pudor al vertedero de la opinión pública.
Visto lo cual, el futuro se presenta tan fascinante como imprevisible. La pandemia global del COVID19 ha venido a terminar de encender un cóctel que de por sí ya resultaba demasiado inflamable. ¿Proteger vidas humanas o la economía? ¿Industria o medioambiente? ¿Hasta dónde estamos dispuestos a sacrificar nuestro actual modo de vida para garantizar un futuro sostenible? ¿Las fronteras siguen siendo necesarias o son un concepto del pasado? ¿Se puede forzar la convivencia? ¿Dónde está el límite entre la libertad creativa y lo políticamente correcto? ¿O entre la libertad de expresión y el delito de odio? ¿Hasta que punto son éticos, justos y legales los juicios públicos? ¿Somos presuntos inocentes o asesinos en potencia? Preguntas, preguntas y más preguntas que mal que bien se irán clarificando a lo largo de los próximos años. De lo que no cabe duda es de que estamos viviendo un momento de cambio trascendental, que si bien ha quedado eclipsado en parte por la pandemia, no ha desaparecido, sino que sigue desarrollándose en segundo plano, con pequeños atisbos entre las cifras de muertos y contagiados (esta semana Disney retiraba de su catálogo algunos de sus títulos clásicos por posibles connotaciones racistas) y cuyas consecuencias, a medio y largo plazo, darán forma a lo que resta de siglo XXI, que tal vez no se parezca tanto al mundo que imaginaron en su momento Alvin Toffler, John Brunner o William Gibson, y sí más al mundo feliz de Aldous Huxley o ese futuro distópico de Demolition Man (Marco Brambilla, 1993). El tiempo dirá, aunque algunos ya lo veremos desde el tendido o, tal vez, desde el otro lado.
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