El final de la historia, ¿o un nuevo comienzo?

En 1992 el politólogo estadounidense Francis Fukuyama publicó su ensayo El fin de la historia y el último hombre. Pese a lo sugerente de su título, Fukuyama no se refería al fin literal de los tiempos, cual milenarista del Apocalipsis, aunque si planteaba una tesis igualmente polémica: la historia, como lucha de ideologías, había terminado con la Guerra Fría, tras la cual se había establecido un nuevo orden mundial basado en el modelo democrático liberal. ¿Tenía razón Fukuyama? ¿Hemos llegado realmente al final de la historia? Reflexionemos un poco al respecto.
El pánico nuclear característico de las décadas de los cincuenta y sesenta fue derivando, durante la segunda mitad del siglo XX, hacia un pesimismo existencial que se evidenció en títulos como ¡Hagan sitio! ¡Hagan sitio! (1966) de Harry Harrison, El shock del futuro (1970) de John Brunner o La isla de cemento (1974) de J. G. Ballard y, más tarde, tras la crisis mundial del petroleo de 1973, en sagas como Mad Max (1979) y toda una legión de secuelas e imitaciones que vaticinaban un fin de siglo apocalíptico, con una humanidad deprimida a causa de la guerra, la superpoblación y la escasez de combustible y recursos naturales.
Al final, como se suele decir, ni tanto, ni tan poco. El siglo XX terminó mejor de lo esperado, tras el final de la Guerra Fría, los tratados de no proliferación de armas nucleares y la relajación de las tensiones entre las superpotencias. El carbón ha ido dejándose poco a poco de lado, mientras que el petroleo y otros combustibles líquidos siguen fluyendo a día de hoy, lo que ha permitido una transición menos brusca (que no indolora) hacia nuevos tipos de energía, más renovables y menos contaminantes.


Sin embargo, todas aquellas amenazas potenciales que ensombrecían el final del siglo pasado siguen estando ahí. La población mundial está en torno a los 7.700 millones de habitantes, mientras que un estudio de la ONU calcula que para el 2050 rondaremos ya los 9.700 millones, mucho más de lo que hacia falta para provocar el caos en la antedicha novela de Harry Harrison. No es sólo un problema de espacio (que también) sino de recursos. Esos 9.700 millones de habitantes, vivan donde vivan, necesitarán agua, comida, alojamiento y energía para poder disfrutar de un nivel de vida similar al del resto del mundo desarrollado, lo que añadirá más presión sobre un planeta tan sobreexplotado y contaminado como es el nuestro. Los esfuerzos medioambientales de la Unión Europea chocan con la cruda realidad de que el resto del mundo, incluidas superpotencias como China y la India, que representan a más de una cuarta parte de la población mundial, se niegan a secundarlos, al igual que los EEUU. En el terreno político, aunque la Guerra Fría haya terminado, ha habido un rebrote de los conflictos diplomáticos y económicos entre China, Rusia, los EEUU y la propia Unión Europea. El famoso Eje del Mal ha quedado relegado a un segundo plano por una amenaza mucho más real e insidiosa: el terrorismo Yihadista, que no sólo afecta a continentes como Asia y África, sino que ya se ha extendido al continente europeo, donde golpea con errática regularidad.


Da la impresión, pues, de que muchos de aquellos problemas que preocupaban a los escritores y teóricos del siglo pasado no han desaparecido, sino que se han trasladado al siglo XXI. Paralelamente, una sensación de cambio flota en el ambiente. Comportamientos que tradicionalmente se asumían como naturales o inevitables empiezan a estar mal vistos, cuando no abiertamente rechazados, como es el caso de la corrupción, sistémica en algunos Estados como el nuestro, pero que tras la crisis del 2008 y los acontecimientos del 15M se ha convertido en una práctica inexcusable, denunciada por la sociedad, los medios de comunicación y los propios partidos. A esta han seguido en cadena otras revoluciones como el movimiento #MeToo, el ecologismo radical de Greta Thumberg (que tanto ha influido en la política medioambiental de la UE y de algunos Estados miembros, como el nuestro) o el más reciente #BlackLivesMatter, que vienen a subvertir muchos aspectos característicos de nuestro modelo tradicional de sociedad. Por no hablar del coronavirus y los efectos que la pandemia (y el posterior confinamiento) han tenido, y están teniendo en la población mundial. Por eso cabe preguntarse, pues, si Fukuyama no se corregiría a sí mismo de escribir su libro a día de hoy. ¿Realmente el modelo demócrata liberal supone el fin del camino? 


La historia, como bien sabe cualquier estudioso de la materia, nunca es estática, sino dinámica. Las cosas cambian, las sociedades evolucionan y el progreso parece imparable. El primer vuelo tripulado de los hermanos Wright tuvo lugar en diciembre de 1903. Apenas 54 años después la Unión Soviética ponía el primer satélite espacial en órbita, y ya en 1969 la misión Apolo XI alcanzó nuestro satélite lunar. El problema era que la tecnología parecía haberle tomado la delantera a todo lo demás, mientras que muchas de las reivindicaciones actuales son más bien de carácter sociológico cuando no, abiertamente, anti científicas, como es el caso de los movimientos terraplanistas, los antivacunas, o los detractores del 5G. Da la impresión de que estamos en un impasse, un momento de cambio trascendental en el que intentamos decidir no sólo nuestro modelo de sociedad, sino nuestro lugar en un mundo cada vez más poblado y explotado. Sabemos como hemos llegado hasta aquí, pero cada vez es más difícil vaticinar que pasará de aquí a unos veinte o cincuenta años, o como será el próximo fin de siglo. Yo no lo veré, lo que no quiere decir que no me preocupe, pensando en los que vienen detrás y van a heredar no sólo nuestros problemas, sino la necesidad de hacerles frente y encontrar una solución definitiva. Tal vez el próximo Fukuyama pueda analizar en su futura obra las claves de este tumultuoso arranque de milenio, que de momento nos está dejando un año 2020 para el olvido.

Comentarios

Entradas populares