El sexo en la literatura (una reflexión)

Valentina por Guido Crepax
Últimamente he leído, en diferentes ámbitos, a más de un autor (o autora) que le pregunta a sus lectores acerca de la conveniencia de introducir escenas de sexo, más o menos explícitas, en sus próximas obras. Dado que se trata este de un fenómeno relativamente nuevo, al menos en las redes sociales, supongo que puede estar relacionado con esta atmósfera de puritanismo que nos invade, aunque en este caso la censura venga más de la mano del actual pensamiento políticamente correcto que de la más estricta ortodoxia religiosa.

50 sombras de Grey (2015)
Vaya por delante que un servidor es muy liberal en casi todos los aspectos, incluido casi todo lo que tiene que ver con el sexo («Hala, lo que ha dicho», estarán pensando más de uno y una). Como muchos otros miembros (y miembras) de mi generación, he crecido viendo el cine español de la época del destape y leyendo clásicos como el marqués de Sade, Emmanuelle e Historia de O, además de los comics eróticos de gente como Guido Crepax, Milo Manara o Frank Thorne, por poner varios ejemplos. Sin olvidarnos de colecciones clásicas como La Sonrisa Vertical, o series de televisión tan subidas de tono como Las Pícaras (1983) o Serie Rosa (1986). Y puedo constatar y constato que en aquellos vertiginosos años de la segunda mitad de los setenta, y de la década de los ochenta, se respiraba mucha más libertad y tolerancia que a día de hoy, donde los ofendidos/as acechan a la vuelta de la esquina para criticar cualquier cosa que no les guste y, lo que es peor, la sociedad les hace caso. En mi humilde opinión, cualquier persona debería de tener la libertad de escribir como y lo que le diese en gana. Otra cosa, claro está, es que alguien lo lea. Ahora bien, si algo no te gusta, la respuesta no tiene porque ser necesariamente prohibirlo. Si un libro te aburre, no lo leas. Siguiendo la misma lógica, si todo o parte de él te ofende, NO LO LEAS. Tan sencillo como eso. Igual que no ves dos veces una película que no te ha gustado, o cambias de canal cuando te aburre la televisión, en el caso de una novela el remedio es tan simple como saltarse unas páginas o, simplemente, dejarla a un lado y pasar a otra cosa. No hace falta emprender una Cruzada. No es imprescindible invocar a la Santa Inquisición. Tampoco es necesario que compartas tus prejuicios con el resto del mundo. Simplemente no te ha gustado, y ya está. Ni serás el primero/a, ni el único/a, ni el ultimo/a.
Por lo tanto, a la hora de incluir una o varias escenas de este tipo en algo que esté escribiendo, más que la (presunta) airada reacción de algún hipotético lector o lectora, yo me plantearía las siguientes cuestiones:

1. ¿Es realmente necesaria para la historia?
2. ¿Soy un buen narrador? ¿Se me da bien escribir este tipo de escenas?
3. ¿A qué público va dirigida?

Nueve semanas y media (1986)
Vayamos, pues, por partes. ¿Es realmente necesaria dicha escena para el tipo de historia que estoy escribiendo? No digo necesaria, a secas, porque siempre se pueden omitir con una elegante elipsis. Sin embargo, dependiendo del argumento en sí, puede ser conveniente e incluso imprescindible. Ya me dirán Vds. como hubiese escrito E. L. James su 50 sombras de Grey (2011) sin hacer algunas concesiones al sado masoquismo más light y comercial; o si Instinto básico (Paul Verhoeven, 1991) hubiese lo mismo sin el famoso cruce de piernas de Sharon Stone; o si Lucia y el sexo (Julio Medem, 2001) no le hace justicia a su título. Son sólo tres ejemplos que me vienen ahora mismo a la cabeza, pero el caso es que hay historias eróticas por naturaleza, y pretender escribirlas de una forma más casta y aséptica puede desvirtuarlas. Otra cosa es el talento del autor, o autora, a la hora de reflejarlas sobre el papel. Recuerdo que Isaac Asimov no solía incluir escenas románticas en la mayoría de sus primeros relatos y novelas porque había sido un joven serio y tímido, y no tenía la experiencia suficiente (según él) para que resultasen convincentes. Todo lo contrario que su coetáneo Robert A. Heinlein, que en su Historia del Futuro, y más concretamente en todo lo relativo a la saga de la familia Long, fue pasando de un puritanismo convencional a un auténtico derroche de situaciones a cual más bizarras, que van desde ménages à trois a orgías multitudinarias, pasando por cambios de sexo e incestos varios, en la mejor tradición de Philip José Farmer, aunque para mi gusto este último era mucho más convincente en todo lo que tenía que ver con el sexo en la ficción.
Volviendo al buen Doctor, el autor de la trilogía de las Fundaciones pone el dedo en la llaga: ¿qué nivel de experiencia es necesario para escribir escenas de sexo? ¿Medio, medio-alto, alto? Evidentemente, todo funciona mejor cuando sabes de lo que estás hablando, aunque también hay gente que ha sido capaz de escribir novelas ambientadas en algún lugar remoto que nunca habían visitado (vale, ya sé que no es lo mismo, pero es cierto), al igual que algunos críticos literarios presentan y elogian novelas que ni siquiera han leído. Aceptemos, pues, que en estos casos la veteranía es una grado, aunque sigue necesitando del talento literario a la hora de trasladar las ideas sobre el papel. Dicho de otro modo, la potencia sin control no sirve de nada. A veces no basta con tener cosas que contar, hay que saber contarlas. A título personal, siempre he admirado la naturalidad con que gente como Warren Ellis, Mark Millar o Garth Ennis construyen historias cargadas de sexo, sangre y violencia sin que resulten necesariamente soeces o desagradables. Ellis, de hecho, me parece uno de los mejores narradores de la actualidad, especialmente en historias cortas y autoconclusivas, donde es capaz de combinar con soltura varios géneros e insertar diálogos y escenas subidas de tono sin arruinar el ambiente general del relato. Como muestra ahí están The Authority (1999) y, sobre todo, Planetary (1999), que me parecen dos de las mejores series de comic de las últimas décadas, en especial la segunda, capaz de condensar múltiples (y sugerentes) lecturas en todas y cada una de sus entregas.
Por último, habría que reflexionar acerca del público potencial de cada obra. Aunque en principio cualquier persona puede leer cualquier libro, siempre hay un grupo de lectores de referencia para cada uno. Los autores de literatura juvenil suelen ser bastante cautos a la hora de tratar este tema (el sexo) en sus obras, salvo excepciones puntuales como Historias del Kronen (1994) de José Ángel Mañas. En el caso de la literatura romántica, está permitida alguna escena de este tipo, aunque siempre intentando no cruzar la fina linea que separa lo erótico de lo pornográfico, y no caer en el horterismo más ridículo (hace varios días, una tuitera escribía que ella, cuando encontraba en cualquier libro el término «turgentes», dejaba de leer de forma automática). Lo mismo se podría decir de la literatura de género (policiaca, fantástica, etc.) donde el sexo suele ser parte de la historia, pero no la historia en sí misma. Así y todo, si uno decide cruzar dicha linea para escribir novelas con un contenido más fuerte, tipo Las noches salvajes (1989) de Cyril Collard, tiene que asumir que eso puede limitar su público potencial.

Las noches salvajes (1992)
Y es que salvo excepciones del tipo Nueve semanas y media (Elizabeth McNeill, 1978) o la ya mencionada 50 sombras de Grey, este tipo de literatura es ajena al mundillo mainstream, y se mueve en círculos más pequeños y, por qué no decirlo, selectos: editoriales especializadas, pequeñas librerías, encuentros literarios, certámenes especializados, etc. Aunque conviene destacar que la irrupción de Internet y las múltiples opciones de auto publicación que existen hoy en día han contribuido a que más autores, no estrictamente profesionales, se hayan subido al carro imitando con mayor o menor fortuna fórmulas ya explotadas en obras previas de más éxito. Sin embargo, el asfixiante clima de buenismo y corrección política al que estamos sometidos a día de hoy augura un mal porvenir - a corto y medio plazo - no sólo a este tipo de literatura, sino a cualquier obra audiovisual que ofenda la aguda sensibilidad de cualquiera de los múltiples colectivos y ofendidos en potencia que se han convertido en los nuevos jueces (y guardianes) de nuestra integridad moral, dispuestos a perseguir y prohibir cualquier situación que se salga de los estrechos márgenes de su intransigencia. El problema es que en un mundo cada vez más audiovisual, donde las empresas tienen muy en cuenta el número de Likes y las recomendaciones de los potenciales clientes, la opinión de estos (y estas) papanatas cada vez se tiene más en cuenta. Es un nuevo tipo de censura preventiva, que no sólo tiene que ver con el contenido de la obra en sí, sino con las ideas o con la propia vida privada de su autor/a, aunque este debate (el límite entre el autor/a y su obra) nos llevaría demasiado lejos del objetivo original de este artículo, que era reflexionar acerca de la conveniencia (o no) de introducir ciertas escenas de contenido sexual en nuestra obra literaria.

Historias del Kronen (1995)
A modo de conclusión: si tu crees que es necesario, y la historia te lo pide, adelante. Y en todo caso, si te juzgan, que sea por la forma y no por el contenido. A estas alturas del siglo XXI nadie debería de escandalizarse por estas cosas y, si lo hace, debería de ser un problema personal suyo, y para eso están los psicólogos. En última instancia, ya se encargará el mercado de dar el dictamen. Si el libro es bueno se venderá y, si no es el caso, ni todo el erotismo del mundo será capaz de salvarlo de la quema. Y si no, que se lo digan a tantos y tantos escritores que naufragaron en un momento dado de su carrera, algunos de ellos hasta el punto de desaparecer sin dejar más rastro tras de sí que algunos ejemplares de saldo en una librería de segunda mano.

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