Viaje iniciático a través de quince libros


¿El lector nace o se hace? Como con muchos otros talentos, la lectura es un hábito que debe cultivarse y, en ese sentido, los primeros pasos son fundamentales. Más de un lector en potencia se ha echado a perder por sentirse obligado a leer o, peor aún, por sentirse defraudado en sus primeras experiencias como leyente. Hay pocos placeres comparables al de descubrir un buen libro - o, mejor aún, un buen autor - para ir sumergiéndose poco a poco en el apasionante mundo de las letras. En mi caso, ese libro fue el Dune (1965) de Frank Herbert. No fue el primer libro que leí (ese honor le corresponde al buen doctor, Isaac Asimov), pero si el que más me llamó la atención en su momento, cuando lo descubrí a través de la edición clásica de Acervo de la segunda mitad de los setenta. Visto con la perspectiva que da el tiempo, Dune es un libro que se adelantó a su época, planteando temas que todavía hoy están de moda o, mejor dicho, están más de moda que nunca, como la ecología, la escasez de agua, el cambio climático, el Mesianismo, la influencia de las drogas en la psique humana, o la siempre difícil relación entre el poder y la religión. Temas que Herbert siguió desarrollando en las siguientes entregas, pero que quedaron un tanto diluidos en el posterior revival de Brian Herbert y Kevin J. Anderson.


Similar en algunos aspectos, y radicalmente distinto en otros, es Forastero en tierra extraña, de Robert A. Heinlein, que si bien es anterior (de 1961) no se publicó íntegramente en castellano hasta mucho más tarde, de mano de Plaza & Janés. Si bien la historia arranca como una de las típicas novelas juveniles de autorrealización de Heinlein, hacia la mitad da un brusco giro para perderse en una polémica reflexión acerca de la religión, el sexo, las drogas y ese espiritualismo new age tan propio de su época que la hizo tremendamente popular entre la juventud americana del momento, e incluso se rumorea que fue uno de los libros de cabecera del tristemente popular Charles Manson. Otros clásicos del género que leí por aquel de entonces fueron El día de los Trífidos (1951), del británico John Wyndham, uno de los grandes profetas del Apocalipsis y, sobre todo, La invasión de los ladrones de cuerpos (1955) de Jack Finney, que inspiró las adaptaciones cinematográficas de Don Siegel en 1956, y la posterior (y no menos inspirada) de Philip Kaufman de 1978. Todas ellas, novela y películas, causaron una honda impresión en mi yo más joven, atemorizado ante la idea de ser suplantado por un extraño durante las horas de sueño. Quizás Kaufman fue quien supo diseccionar mejor las ideas que subyacían en el texto de Finney, como ese sentimiento de alienación que alienta en nuestra sociedad moderna el cual cristaliza a su vez en la desconfianza paranoica que afecta a casi todos los protagonistas.


De forma paralela, fui descubriendo la obra de Agatha Christie gracias a mi difunta abuela, que tenía prácticamente toda la colección de editorial Molino dedicada a esta gran escritora. Y aunque la mayoría de la gente suele decantarse por Miss Marple, o Hercules Poirot, a mi siempre me han fascinado otros títulos menos conocidos de entre su ingente producción, como La casa torcida (1943), La venganza de Nofret (1944) o, en especial, Noche eterna (1967), una novela fatalista, melancólica, cargada de tensión, con algunos toques sobrenaturales y uno de los finales más imprevistos, y sorprendentes, de los imaginados por la popular dama del Misterio:

«Cada noche y cada mañana,
Algunos nacen en la miseria,
Cada mañana y cada noche,
Algunos nacen para el dulce deleite,
Algunos nacen para una noche eterna»

(Fragmento de «Augurios de inocencia», del poeta Robert Blake).

Con el cambio de década, y recién empezados los ochenta, me enganché a la obra de Trevanian a través de su novela Shibumi (1979), recién publicada por Plaza & Janés en su colección Jet de bolsillo. Muchas veces calificado como «El mejor James Bond en novela», Shibumi narra la aventura crepuscular de un maestro asesino, Nicholai Hel, que decide salir de su retiro para ayudar a una joven israelí en apuros tras un atentado fallido. El propio Hel es un sujeto fascinante. Un sibarita que ha alcanzado un raro estado de perfección y plenitud conocido como Shibumi. En 2011 se publicó una precuela, Satori, de Don Winslow, que se deja leer con agrado, si bien no alcanza a igualar el ácido estilo del original.


Mil novecientos ochenta fue también el año de El nombre de la rosa, de Umberto Eco, un éxito de ventas que puso de moda las novelas de misterio ambientadas en la Edad Media, al estilo de las de Ellis Peters o Matilde Asensi, aunque el libro de Eco era mucho más complejo de lo que muchas reseñas y resúmenes dan a entender, ya que trasciende lo puramente detectivesco para diseccionar las raíces del pensamiento occidental a través del estudio de una época, la Edad Media, caracterizada por la pugna entre fé y razón, y los intentos por insertar el pensamiento clásico grecorromano dentro del canon cristiano. De hecho, el gran mérito de la adaptación cinematográfica de Jean-Jacques Annoud fue sintetizar el guión, eliminando los elementos más arduos de la obra original, para centrarse en la reconstrucción de época, la caracterización de personajes y el enigma que se esconde tras las extrañas muertes que se producen en una abadía benedictina sita en la Italia septentrional. Así y todo, el éxito de la obra hizo que el siguiente trabajo de Eco, El péndulo de Foucault (1988), fuese recibido con notable expectación. Considerada una novela de lectura exigente, y con ciertas trazas autobiográficas, narra la odisea de tres editores de Milán que, por pura diversión, deciden recrear un supuesto plan de los Templarios para controlar el mundo, dando así una explicación conspiranoica de los últimos siglos de la historia humana. Sin embargo, a partir de cierto punto, los límites entre realidad y fantasía se diluyen y los protagonistas ya no saben si todo es fruto de su imaginación o, por azar, han descubierto la clave de un misterio que miles de iniciados han buscado, en vano, a lo largo del tiempo. Al igual que en El nombre de la rosa, la trama se alterna con frecuentes disgresiones relativas a la vida, y al pasado, de los protagonistas, así como reflexiones en torno al azar, al destino, o la historia secreta del mundo. Concebida como una novela iniciática y antiesotérica, El péndulo de Foucault ha influido en toda una legión de escritores posteriores que no siempre supieron entender su mensaje, aunque entre sus discípulos más aventajados cabe destacar a gente como David Morrell, Peter Berling o Dan Brown, cuyo código Da Vinci (2003) también batió records de ventas, pero que carece del espíritu crítico y la autoparodia que si alientan en la novela de Umberto Eco. Con todo, a Brown hay que reconocerle una cierta habilidad como narrador, así como un fino olfato para plantear temas polémicos sin terminar de decantarse a favor ni en contra. A mayor abundamiento, poca gente (aparte del propio Eco) ha hecho tanto como él por popularizar el mito de los Templarios, los Cátaros o el Santo Grial, por poner tres ejemplos.
Mil novecientos ochenta y ocho fue, asimismo, el año de publicación de Marfil, una de las novelas más interesantes del tristemente desaparecido Mike Resnick, autor de las famosas Santiago (1986) y La dama oscura (1987). Resnick solía plantear sus historias como una investigación a través de la cual se nos presentan personajes, situaciones y anécdotas que enriquecen el argumento, dándole así una textura mucho más rica y compleja. En el caso de Marfil, el telón de fondo es la búsqueda a través del tiempo y del espacio de un par de colmillos de elefante, lo que entronca con uno de los escenarios favoritos de Resnick: el continente africano durante el proceso de descolonización, que aparece también en la antología-novela Kirinyaga, de 1998.


Para mi, los noventa llegaron de la mano de La tabla de Flandes de Arturo Pérez Reverte, autor más conocido por su serie del capitán Alatriste, pero cuya historia acerca de una partida de ajedrez que esconde la clave de un misterio pasado y, a la vez, presente, me pareció tan adictiva como interesante. Reverte repitió esquema, llevado al límite, en su siguiente novela, El club Dumas (1993), un delicioso cóctel de géneros, donde el folletín de aventuras convive con la novela de misterio, la bibliofilia, sociedades secretas, libros malditos y el culto al diablo, entre otros giros y recursos argumentales que van desde los tres mosqueteros a Lovecraft, pasando por el cardenal Richelieu, los Templarios, los cátaros y el esoterismo nazi. Tema este que reaparecerá, años después, en El Necronomicón Nazi (2007) de Vicente Álvarez donde, con la excusa de la búsqueda de una versión nazi del mítico libro transcrito por Abdul Alzhared, el autor hace un exhaustivo repaso sobre la ideología secreta del nazismo, a través de su Mesias Oscuro, Heinrich Himmler, y organizaciones más o menos secretas como la Ahnenerbe, una entidad pseudocientífica alemana constituida formalmente en 1935 por dirigentes e ideólogos del Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán (como el propio Himmler) para realizar y divulgar investigaciones con fines educativos en apoyo de la ideología nazi y en particular, de sus teorías relacionadas con la raza aria en paralelo con sus investigaciones de la raza germana. La novela describe, entre otros acontecimientos, la visita que Himmer realizó a Barcelona en 1941, donde el jerarca nazi aprovechó para visitar el monasterio de Monserrat, que algunos identifican como el Monsegur de los cátaros, donde (según la tradición) estaría oculto el Santo Grial. Acompañando a Himmler se menciona a un oficial de las SS llamado Markus Thaler, que parece un trasunto del Obersturmführer Otto Rahn, escritor y viajero cuya obra influyó sobremanera en el esoterismo nazi, incluido el mito del Grial, aunque ya había fallecido cuando Himmler visitó España, probablemente durante un suicido ritual inspirado en el espiritualismo cátaro, del que era profundo admirador. Curiosamente (o no tanto) las posibles conexiones entre H. P. Lovecraft y los incipientes movimientos fascistas de su época ya aparecían reflejados en una novela de Richard A. Lupoff de 1985, El libro de Lovecraft, donde Robert E. Howard, Clark Ashton Smith y Frank Belknap Long deben impedir que su amigo y tertuliano se vea arrastrado por una secta nazi dispuesta a utilizar el poder de los Grandes Antiguos en su propio beneficio.


De la misma época que El Necronomicón Nazi, aunque un poco anterior, es Ladrones de tinta (2004), la primera aventura de Isidoro de Montemayor escrita por Alfonso Mateo-Sagasta, que parte de un estimulante punto de partida: averiguar quien escribió el Quijote apócrifo de Avellaneda. Concebida a modo de una novela picaresca de misterio, su autor hace una brillante recreación del ambiente cultural y literario de la época, incluida la rivalidad entre escritores, que les llevaba a insultarse unos a otros, cuando no a sabotearse abiertamente. Sagasta recuperaría al personaje en dos entregas posteriores, El gabinete de las maravillas (2006) y El reino de los hombres sin amor (2014), que mantienen las mismas coordenadas estéticas y argumentales de la primera novela, aunque ampliando el campo de acción del protagonista que, al final, se traslada a las Américas. Más recientemente, he disfrutado mucho con el desafío intelectual que propone Anthony Horowitz en Asesinato es la palabra (2019), sobre el cual ya he hablado en una entrada anterior de este blog, por lo que no merece la pena repetirse aquí. 
Quince libros, pues. Quince autores de diferentes épocas, géneros y estilos para ir acompañando el camino que va de la adolescencia a la vida adulta y de esta a la madurez y llenar el tiempo (o, más bien, el tiempo libre) de buenas lecturas, reflexiones, y sugerencias para nuevas lecturas y experiencias. Tal es el maravilloso poder de la letra escrita. Si una imagen vale más que mil palabras, algunas palabras tienen el don de inspirar mil o más imágenes. Si no me creen, hagan la prueba, y ya me contarán.

Bibliografía selecta:

- El día de los Triffidos. John Wyndham (1951).
- La invasión de los ladrones de cuerpos. Jack Finney (1955).
- Forastero en tierra en extraña. Robert A. Heinlein (1961).
- Dune. Frank Herbert (1965).
- Noche eterna. Agatha Christie (1967).
- Shibumi. Trevanian (1979).
- El nombre de la rosa. Umberto Eco (1980).
- El libro de Lovecraft. Richard A. Lupoff (1985).
- El péndulo de Foucault. Umberto Eco (1988).
- Marfil. Mike Resnick (1988).
- La tabla de Flandes. Arturo Pérez Reverte (1990).
- El club Dumas. Arturo Pérez Reverte (1993).
- El código Da Vinci. Dan Brown (2003).
- Ladrones de tinta. Alfonso Mateo-Sagasta (2004).
- El Necronomicón Nazi. Vicente Álvarez (2007).

Comentarios

Fray Juan ha dicho que…
Hola Alejandro


Encantado de saludarte como estas? Escribirte desde la comunidad de FANS de la serie TV El MINISTERIO DEL TIEMPO

Con motivo de ser escritor y tambien segun tuiter, seguidor fan ministerico XD

Nos gustaria proponerte escribir UN RELATO
, para la campaña FAN sin animo de lucro sobre el MINISTERIO DEL TIEMPO y al ser ESCRITOR no queriamos perder la ocasión de rapidamente contarte sobre el proyecto FAN que preparamos a acompañar el rodaje de la serie serie En el que cada escritor ministerico plantee escribir cómo le gustaria un breve episodio en formato de RELATO ambientado en ese universo del ministerio del tiempo Seria un honor contar contigo para la campaña


y estariamos encantados de explicar rapidamente en que consistiría
¿Hablamos?

Gracias por la atención y muchos exitos!!

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