Incidente en Red City #01
(Imagen de Brigitte Werner en Pixabay).
Atardecía cuando el extraño llegó a Red City. El viento soplaba cálido desde el interior del desierto y las luces de neón de los bares y clubes de alterne del extrarradio teñían de colores el asfalto de la ciudad. La gente del día se retiraba mientras la fauna nocturna iba ocupando poco a poco su lugar: proxenetas, prostitutas, chaperos, clientes, jugadores, camellos, traficantes, agentes de patrulla o de paisano, turistas, indigentes en busca de cobijo, curiosos, vendedores ambulantes y algún que otro noctámbulo despistado, entre otros especímenes no menos curiosos. Cerca del cruce entre la calle principal y la ronda de los Conquistadores, un viejo predicador, parcialmente oculto tras un cartel que rezaba «El fin se acerca», advertía sobre el fin del mundo a todos los que tenían la mala suerte de escucharle, y acerca de la necesidad de arrepentirse antes de que fuese demasiado tarde. En algún sitio cercano sonaba a todo volumen «Personal Jesús», de los Depeche Mode.
Casualmente - o no - el semáforo se puso en rojo en ese momento, de tal manera que el forastero quedó parado a apenas un par de metros del motivado predicador, justo cuando este recitaba con todas sus fuerzas un fragmento del Apocalipsis de San Juan:
- Y cuando abrió el cuarto sello, oí la voz del cuarto ser viviente que decía: «Ven». Miré, y vi un caballo blanco. El nombre del jinete era Muerte, y el Infierno cabalgaba tras él.
Por uno de esos caprichos del destino, el viejo Ford Mustang 67 del forastero era de color blanco, aunque el tiempo y la exposición al sol habían desteñido la pintura hasta darle un cierto tono amarillento, con algunas salpicaduras de óxido allí donde la carrocería había quedado al descubierto. El predicador reparó en el coche y, aunque no pudo ver bien al conductor, le pareció entrever un atisbo de sonrisa en la parte inferior de su rostro. Furioso, añadió en voz alta, para que el ocupante del vehículo le oyese:
- ¡Y le fue dada potestad sobre la cuarta parte de la tierra, para matar con espada, con hambre, con mortandad y con las fieras de la tierra!
- Amén - replicó el conductor, justo cuando el semáforo cambiaba y se ponía en verde. El Mustang enfiló por la avenida en dirección sur hasta encontrar un hotel con aparcamiento y plazas libres de sobra para estacionar.
Stu no es un personaje importante en esta historia. No es un miembro destacado del reparto, ni siquiera un secundario recurrente. Su único papel en toda la obra es haber sido el primer ciudadano de Red City en poder ver claramente al forastero, cuando este entró a registrarse en la pequeña recepción del hotel donde trabajaba. En ese momento, Stu apenas le dirigió una mirada casual. El recién llegado era un hombre alto, de pelo y barba grisáceos, y rostro moreno repleto de arrugas de expresión. Llevaba el cabello revuelto y necesitaba un buen afeitado, pero no parecía un vagabundo. No del todo. Vestía un traje negro a juego con una camisa blanca desabrochada y, en su mayor parte, por fuera del pantalón, sin corbata ni mayores adornos. El resto de sus pertenencias debían de estar en la mochila que cargaba sobre el hombro izquierdo. Lo más llamativo de su persona, pensó Stu, era el cigarrillo apagado que llevaba colgando de los labios, como si lo hubiese puesto ahí y, a continuación, se hubiese olvidado de encenderlo. Con un alzacuellos, hubiese parecido un sacerdote de vuelta de un viaje muy largo, o alternativamente, después de pasar una noche muy agitada.
- Buenas tardes. ¿Qué puedo hacer por usted?
- Quiero una habitación, preferiblemente alejada de la calle. La 17 ó la 19 estarían bien.
- La 17 está libre - repuso Stu, tras una rápida comprobación.
- Perfecto.
- ¿Se quedará mucho tiempo?
- No estoy seguro. Tal vez una semana.
- En ese caso, serán... 315 dólares, por el momento. Si va a quedarse más tiempo, basta con que avise el día anterior.
- Entendido.
El hombre extrajo lenta y cuidadosamente de su bolsillo un grueso fajo de billetes sujetos entre sí por un clip metálico y, tras contar siete billetes de cincuenta, los depositó sobre el mostrador, dando a entender que no esperaba el cambio.
- Muchas gracias. ¿Hay algo más que podamos hacer por usted? ¿Algo que debamos tener en cuenta?
- Si - respondió el forastero, sonriendo por primera vez en toda la conversación -. Soy alérgico a las preguntas y a las visitas innecesarias.
- Entendido, señor - asintió Stu, que era lo bastante despierto como para pillar las indirectas al vuelo. Aquella sonrisa le ponía nervioso. Estaba seguro de que era la primera vez que el hombre y él se veían y, sin embargo, había algo terriblemente familiar en su forma de sonreír.
- ¿Sabe si hay por aquí cerca algún buen sitio para cenar?
- Sí. El café de Anthony. Si vuelve a pie por donde ha venido, lo encontrará en el primer cruce, haciendo esquina. No tiene pérdida.
- Gracias - contestó el hombre, recogiendo la llave de la habitación sin dejar de sonreír en ningún momento. Y Stu se quedó de nuevo a solas, intentando recordar de que le sonaba aquella sonrisa. No lo recordó hasta muchos meses más tarde, cuando su huésped ya se había ido de Red City y su presencia empezaba a convertirse en un mal sueño, al ver en la tele un trozo de una película de animación en la que un gato se desvanecía poco a poco hasta que lo único que quedaba de él era, precisamente, su sonrisa flotando en el aire. Stu estuvo a punto de atragantarse gritando: «¡Esa es! ¡Esa es la sonrisa!». Por desgracia, el recuerdo coincidió con un desagradable accidente en el que Stu se fracturó ambas piernas, por lo que el forastero, y todo lo que tenía que ver con él, acabó relegado a un segundo lugar de su memoria.
¿Destino o coincidencia? Marie nunca trabajaba por las tardes. Pero el día anterior su compañera - Johanne - le había suplicado que intercambiasen el turno para poder asistir a la función de baile de su hija. Si Marie no hubiese aceptado, no habría estado en el café a esas horas, y nunca se hubiera tropezado con el forastero. Pero lo hizo, y el hombre se acomodó en la barra justo cuando aún le quedaba una hora exacta para irse a casa.
No había nada de especial en él, excepto por el cigarrillo que le colgaba de la boca. Al principio Marie pensó que estaba encendido, y se acercó para advertirle:
- Aquí dentro no se puede fumar. Va contra la ley.
- Está apagado - explicó el hombre, para mayor sorpresa de su interlocutora.
- Pero tendrá pensado encenderlo, ¿no? De otra forma, ¿para qué lo iba a sacar de la cajetilla?
- ¿Cómo puedes resistir a la tentación, si no la tienes al alcance de la mano? O, en este caso, de la boca.
Lo extraño de la respuesta confundió a la camarera que, no obstante, se apresuró a volver a la carga, insistiendo:
- Señor, tengo que pedirle que se guarde igualmente el cigarrillo. Puede inducir a error a otros clientes, y las reglas son las mismas para todos.
El hombre permaneció pensativo, sin retirar el cigarrillo de su boca, y por un momento Marie pensó que aquello iba a acabar mal, y que tendría que llamar al encargado para que echase a aquel payaso a patadas en el culo. Pero justo en ese momento, su interlocutor sonrió y se guardó el tabaco en el bolsillo superior de su americana negra.
- Tiene usted razón.
Marie exhaló un suspiro y se relajó. La sonrisa del tipo tenía algo de terapéutico: le recordaba la sincera expresión de alegría de su sobrino de cinco años cuando visitaba a su hermana.
- ¿Qué va a tomar?
- El especial de la casa, con los huevos muy hechos y el bacón extra crujiente.
- ¿Y para beber?
- Café.
- Muy bien - asintió Marie, tras lo cual se encaminó a la cocina para pasar la comanda. Mientras, el forastero se entretuvo examinando el local. El café de Anthony tenía la estética de aquellos cafés de toda la vida que pintaban gente como Edward Hopper, Norman Rockwell o Alex Katz, entre otros. Viejo, pero limpio y bien conservado. La variopinta clientela incluía desde oficinistas trajeados a varias fulanas que se tomaban un descanso antes de seguir recorriendo las calles, pasando por algunos jóvenes de color y una pareja de ancianos que masticaban en silencio, ajenos a todo lo que se desarrollaba a su alrededor. El recién llegado, por su parte, parecía invisible. Nadie le había prestado la menor atención hasta que se había sentado en la barra, tras lo cual habían vuelto a sus conversaciones previas sin mostrar mayor interés por su persona. En el exterior, una joven de aspecto cansado esperaba la llegada del autobús (o, tal vez, a que pasase un taxi) mientras, a poca distancia de ella, dos policías de uniforme discutían en voz alta sobre las últimas novedades deportivas al tiempo que tomaban café junto a su auto patrulla. El forastero se sorprendió al ver también al viejo predicador observándole a su vez desde el otro lado del cristal. Le hizo un vago gesto de saludo con la mano, a lo que el hombre respondió apuntándole con su índice derecho, antes de retomar su camino hacia Dios sabe dónde.
- No se preocupe por el viejo Caine. Grita mucho, pero es inofensivo. A veces entra aquí a cenar y nunca ha causado el menor problema. Hay gente que incluso le invita a tomar el café - Comentó Marie, de la que le llenaba la taza.
- Ya nos conocemos - repuso el forastero, devolviendo su atención a la barra.
- Usted no es de por aquí, ¿verdad?
- Estoy de paso. He venido a visitar a un amigo. ¿Conoce una residencia católica de la tercera edad llamada Saint John?
- Sí, claro. Está cerca de la catedral, por la parte de atrás. ¿Es usted alguna clase de sacerdote?
- ¿Por qué lo dice? - inquirió el forastero, sorprendido.
- Bueno, no sé. Por su aspecto. Y como conoce a gente de la iglesia local... Pensé que igual era, o había sido, sacerdote.
- Algo así, pero ya no. Supongo que es cierto lo que dicen, ¿no? - añadió el hombre, bebiéndose la taza de café de un solo trago para que Marie se la rellenase -. Después de todo, el hábito sí que hace al monje.
(Continuará).
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