Un mal lugar dónde perderse (004)
Seguro que he tenido días peores que este; sólo que no recuerdo cuando.
No hace ni dos horas que desperté en un sucio motel de carretera sin memoria, sin identidad, y con un cuerpo que no era el que venía conmigo de serie el día que nací. Desde entonces no he parado de fingir que sé lo que hago mientras intento conseguir respuestas al tiempo que evito que me maten. El último capítulo - hasta el momento - de esta rocambolesca historia había sido la persecución por parte de un helicóptero militar que explotó inexplicablemente en mil pedazos justo cuando lo tenía tan cerca que podía haberlo tocado con la mano. La onda expansiva lanzó mi vehículo todoterreno rodando cuesta abajo hasta detenerse del revés, agotado el impulso y convertido en un montón informe de chatarra.
Por suerte, los cinturones de seguridad y el habitáculo interior del Mercedes habían resistido el impacto, al igual que los airbags del vehículo, de manera que mi acompañante y yo seguíamos vivos y razonablemente ilesos aunque colgados cabeza abajo como un par de murciélagos. Bendita tecnología alemana de vanguardia.
- ¡Tenemos que salir de aquí cuanto antes! - rezongó mi pasajera, peleándose con su cinturón.
- ¡Tranquila! No creo que nadie haya podido sobrevivir a eso.
- No son los tripulantes lo que me preocupa, genio - replicó ella, arrugando la nariz. No tardé en entender a qué se refería: un penetrante olor a gasolina flotaba por el interior del vehículo. Si a eso le sumábamos varias toneladas de Blackhawk ardiendo a poca distancia, y lanzando cenizas incandescentes a su alrededor, el resultado de la ecuación se volvía muy desagradable. No lo cronometré, pero creo que me llevó menos de un segundo soltarme el cinturón y salir arrastrándome por la ventanilla. Sin embargo, tuve la presencia de ánimo suficiente como para detenerme a esperar a mi pasajera, que se había quedado rezagada rebuscando algo por la parte trasera del vehículo.
- ¡Déjalo! Sea lo que sea, no creo que merezca la pena.
- ¡Un momento! - replicó mientras rescataba aquel maldito maletín metálico y una mochila de aspecto militar que supuse sería suya. Tiré de ella para ayudarla a salir a través del marco de la ventanilla y nos alejamos del Mercedes (o de lo que quedaba de él) como almas que llevaba el diablo. No sé que esperábamos que ocurriese: tal vez una explosión de película, con mucho humo y fuegos artificiales. Pero no pasó nada. Las llamas siguieron consumiendo lo que quedaba del helicóptero de forma cada vez más pausada mientras una densa columna de humo se elevaba arrastrada por el viento.
- Bueno, esto es algo que tampoco se ve todos los días - musité. Por toda respuesta, mi lacónica guía emitió un sordo gruñido de insatisfacción, antes de añadir:
- ¿Qué diablos habrá pasado?
Supuse que se refería a la misteriosa explosión del Blackhawk.
- Ni idea. Tal vez fue una avería. O puede que le acertaras, después de todo - repliqué, sin mucha convicción.
- Sí, claro. O venía con un defecto de fábrica. ¡Qué más da! De todas formas es una faena.
- ¡Venga ya! ¿Es que tú nunca ves el vaso medio lleno? Debías de ser una niña muy triste - inquirí, mirándola de reojo.
- No - repuso escuetamente, apretando los labios hasta que dibujaron una línea apenas perceptible entre su nariz y su perfecta barbilla -. Esta humareda se puede ver a kilómetros, y todavía tenemos a los cazadores pegados al culo. Es como si tuviéramos una flecha luminosa de un kilómetro de largo colgando sobre nuestras cabezas y delatando nuestra posición. Será mejor que empecemos a movernos.
- Tú diriges - respondí, encogiéndome de hombros.
- Nos hemos salido de la ruta. Tengo que pedir instrucciones. Espera aquí un momento.
- Claro - repuse mientras ella se alejaba unos pasos, cojeando visiblemente.
- ¿Estás bien?
- Se me pasará. Soy más resistente de lo que parece. Igual que tú. Ya veo que haces honor a tu fama de tipo duro.
No estoy seguro, pero me pareció detectar un leve matiz de admiración en su voz, una idea que en otro momento me hubiese subido la moral; pero no ahora. Porque lo cierto es que tenía razón. Después de un accidente así debería tener varios huesos rotos. Debería estar lleno de moratones y tener todo el cuerpo machacado y dolorido. Y sin embargo no era así. Me sentía bien. De hecho, me sentía estupendamente bien; casi como si me hubiese quitado diez años de encima y fuese otra vez joven y capaz de comerme el mundo. Era extraño, pero la única explicación que se me ocurría era que mi anfitrión - quien quiera que fuese - estaba en mucha mejor forma que yo. Volví mi atención a mi acompañante, la cual había extraído de su mochila un moderno teléfono militar por satélite y aguardaba pacientemente a que alguien respondiese al otro lado. No tuvo que esperar mucho; al cabo de unos segundos la oí responder, mientras me daba la espalda:
- Soy Pandora. Hemos tenido un problema.
El resto de la conversación se perdió en la distancia. Lo curioso era que la había entendido a la perfección a pesar de que había cambiado de idioma a otro que en principio, no me era familiar. Y sin embargo, en algún punto del camino entre mis oídos y mi cerebro, las palabras habían cobrado sentido. ¿Era también mérito del cuerpo que vestía, o acaso era yo un experto en lenguas que no recordaba serlo? Preguntas, preguntas y más preguntas, y ni una sola maldita respuesta. Por suerte, el regreso de mi compañera interrumpió esa línea de pensamiento y me devolvió de golpe a la cruda realidad.
- Vale, tenemos una ruta alternativa, pero está lejos, así que vamos a tener que darnos prisa. Yo voy delante. Intenta no perder el ritmo ni quedarte muy atrás. Cada veinte minutos descansamos cuatro y seguimos. ¿Lo has entendido?
- Creo que sí - asentí, adoptando mi mejor expresión de alumno aplicado -. ¿Te lo deletreo al revés o basta con que lo ponga por escrito?
- Ja, ja, qué gracioso – rió en falso -. Ahórrate los comentarios irónicos. No estaríamos aquí tirados si no te hubieses cargado mi todoterreno.
- ¿Perdón? - pregunté, incrédulo -. ¡Disculpe su Majestad! Recuerdo que alguien me gritaba al oído que hiciese algo, lo que fuese, y cuanto antes. Tal vez su Señoría hubiese preferido tirarles el maletín por la ventanilla. Por no hablar de la muy cierta posibilidad de que nos acribillasen a tiros.
Ahí pinché en hueso. Hubo un fugaz destello de furia en sus ojos - mezclado con algo más; una emoción esquiva pero familiar - que desapareció tan rápido como había llegado. La joven inspiró profundamente mientras se apartaba un mechón rebelde del rostro y a continuación encogía los hombros en un gesto de estudiada indiferencia.
- ¡Qué más da! - repuso por segunda vez -. Ya me estaba cansando de él. Además, era robado. Será mejor que nos pongamos en marcha. El tiempo vuela.
Uniendo la palabra a la acción, mi acompañante se echó la mochila a la espalda a la vez que me tendía de nuevo aquel misterioso maletín que al parecer tanta gente deseaba hasta el punto de matar – o morir – por conseguirlo.
- A ver si me equivoco - aventuré -, al nacer una adivina le dijo a tu madre que si alguna vez sonreías o pedías disculpas tendrías una muerte horrible, ¿no?
- Vaya, hoy nos hemos levantado sarcásticos. ¿Qué pasa contigo? Normalmente cuesta sacarte más de cuatro palabras seguidas que tengan sentido.
Estuve a punto de irme por las ramas de nuevo, pero una voz dentro de mi cabeza me detuvo: ella podía tener muchas de las respuestas que necesitaba. Tal vez había llegado el momento de tentar a la suerte y sincerarse. Al fin y al cabo, ¿qué era lo peor que podía pasar? ¿Qué no me creyese, o que sí lo hiciera?
- El caso es que tengo problemas de memoria. No recuerdo casi nada. Ni siquiera como me llamo. Y las pocas cosas que recuerdo son contradictorias, como si no encajasen entre sí. Como si todo fuera... distinto de cómo debería ser. ¿Entiendes lo que quiero decir?
- Claro que sí - respondió, mirándome de reojo a varios pasos de distancia -. Entiendo que esa mierda que te metes te está afectando el cerebro. Por mi vale, mientras que no te impida terminar el trabajo. Después, tú verás. Extermina como quieras las pocas neuronas que te quedan. Y ahora vamos. Si recuerdas como se hace, ¡sígueme!
Suspiré. Bueno, al menos lo había intentado. Las respuestas tendrían que seguir esperando. Me sentía como el Hombre de Hojalata, siguiendo a Dorothy por el camino de baldosas amarillas en busca del gran mago de Oz. Si le encontraba ¿me concedería un cerebro? En fin. Como mi tan hermosa como antipática acompañante había dicho, era el momento de emprender la marcha. En eso, un movimiento borroso a mi izquierda despertó mi interés. Un cuervo negro como el azabache me observaba desde una rama cercana, inclinando la cabeza en un gesto de burla, como si se estuviese riendo de algo que sólo él encontrase gracioso. Estuve tentado de intentar cargármelo de una pedrada, pero qué diablos: al fin y al cabo, tampoco era culpa suya, y todos tenemos derecho a la vida. Recogiendo el maletín inspiré hondo y eché a correr detrás de Pandora. Al menos, su trasero era tan bonito como el resto de su físico.
(¿Continuará?)
Un mal lugar dónde perderse 001
Un mal lugar dónde perderse 002
Un mal lugar dónde perderse 003
No hace ni dos horas que desperté en un sucio motel de carretera sin memoria, sin identidad, y con un cuerpo que no era el que venía conmigo de serie el día que nací. Desde entonces no he parado de fingir que sé lo que hago mientras intento conseguir respuestas al tiempo que evito que me maten. El último capítulo - hasta el momento - de esta rocambolesca historia había sido la persecución por parte de un helicóptero militar que explotó inexplicablemente en mil pedazos justo cuando lo tenía tan cerca que podía haberlo tocado con la mano. La onda expansiva lanzó mi vehículo todoterreno rodando cuesta abajo hasta detenerse del revés, agotado el impulso y convertido en un montón informe de chatarra.
Por suerte, los cinturones de seguridad y el habitáculo interior del Mercedes habían resistido el impacto, al igual que los airbags del vehículo, de manera que mi acompañante y yo seguíamos vivos y razonablemente ilesos aunque colgados cabeza abajo como un par de murciélagos. Bendita tecnología alemana de vanguardia.
- ¡Tenemos que salir de aquí cuanto antes! - rezongó mi pasajera, peleándose con su cinturón.
- ¡Tranquila! No creo que nadie haya podido sobrevivir a eso.
- No son los tripulantes lo que me preocupa, genio - replicó ella, arrugando la nariz. No tardé en entender a qué se refería: un penetrante olor a gasolina flotaba por el interior del vehículo. Si a eso le sumábamos varias toneladas de Blackhawk ardiendo a poca distancia, y lanzando cenizas incandescentes a su alrededor, el resultado de la ecuación se volvía muy desagradable. No lo cronometré, pero creo que me llevó menos de un segundo soltarme el cinturón y salir arrastrándome por la ventanilla. Sin embargo, tuve la presencia de ánimo suficiente como para detenerme a esperar a mi pasajera, que se había quedado rezagada rebuscando algo por la parte trasera del vehículo.
- ¡Déjalo! Sea lo que sea, no creo que merezca la pena.
- ¡Un momento! - replicó mientras rescataba aquel maldito maletín metálico y una mochila de aspecto militar que supuse sería suya. Tiré de ella para ayudarla a salir a través del marco de la ventanilla y nos alejamos del Mercedes (o de lo que quedaba de él) como almas que llevaba el diablo. No sé que esperábamos que ocurriese: tal vez una explosión de película, con mucho humo y fuegos artificiales. Pero no pasó nada. Las llamas siguieron consumiendo lo que quedaba del helicóptero de forma cada vez más pausada mientras una densa columna de humo se elevaba arrastrada por el viento.
- Bueno, esto es algo que tampoco se ve todos los días - musité. Por toda respuesta, mi lacónica guía emitió un sordo gruñido de insatisfacción, antes de añadir:
- ¿Qué diablos habrá pasado?
Supuse que se refería a la misteriosa explosión del Blackhawk.
- Ni idea. Tal vez fue una avería. O puede que le acertaras, después de todo - repliqué, sin mucha convicción.
- Sí, claro. O venía con un defecto de fábrica. ¡Qué más da! De todas formas es una faena.
- ¡Venga ya! ¿Es que tú nunca ves el vaso medio lleno? Debías de ser una niña muy triste - inquirí, mirándola de reojo.
- No - repuso escuetamente, apretando los labios hasta que dibujaron una línea apenas perceptible entre su nariz y su perfecta barbilla -. Esta humareda se puede ver a kilómetros, y todavía tenemos a los cazadores pegados al culo. Es como si tuviéramos una flecha luminosa de un kilómetro de largo colgando sobre nuestras cabezas y delatando nuestra posición. Será mejor que empecemos a movernos.
- Tú diriges - respondí, encogiéndome de hombros.
- Nos hemos salido de la ruta. Tengo que pedir instrucciones. Espera aquí un momento.
- Claro - repuse mientras ella se alejaba unos pasos, cojeando visiblemente.
- ¿Estás bien?
- Se me pasará. Soy más resistente de lo que parece. Igual que tú. Ya veo que haces honor a tu fama de tipo duro.
No estoy seguro, pero me pareció detectar un leve matiz de admiración en su voz, una idea que en otro momento me hubiese subido la moral; pero no ahora. Porque lo cierto es que tenía razón. Después de un accidente así debería tener varios huesos rotos. Debería estar lleno de moratones y tener todo el cuerpo machacado y dolorido. Y sin embargo no era así. Me sentía bien. De hecho, me sentía estupendamente bien; casi como si me hubiese quitado diez años de encima y fuese otra vez joven y capaz de comerme el mundo. Era extraño, pero la única explicación que se me ocurría era que mi anfitrión - quien quiera que fuese - estaba en mucha mejor forma que yo. Volví mi atención a mi acompañante, la cual había extraído de su mochila un moderno teléfono militar por satélite y aguardaba pacientemente a que alguien respondiese al otro lado. No tuvo que esperar mucho; al cabo de unos segundos la oí responder, mientras me daba la espalda:
- Soy Pandora. Hemos tenido un problema.
El resto de la conversación se perdió en la distancia. Lo curioso era que la había entendido a la perfección a pesar de que había cambiado de idioma a otro que en principio, no me era familiar. Y sin embargo, en algún punto del camino entre mis oídos y mi cerebro, las palabras habían cobrado sentido. ¿Era también mérito del cuerpo que vestía, o acaso era yo un experto en lenguas que no recordaba serlo? Preguntas, preguntas y más preguntas, y ni una sola maldita respuesta. Por suerte, el regreso de mi compañera interrumpió esa línea de pensamiento y me devolvió de golpe a la cruda realidad.
- Vale, tenemos una ruta alternativa, pero está lejos, así que vamos a tener que darnos prisa. Yo voy delante. Intenta no perder el ritmo ni quedarte muy atrás. Cada veinte minutos descansamos cuatro y seguimos. ¿Lo has entendido?
- Creo que sí - asentí, adoptando mi mejor expresión de alumno aplicado -. ¿Te lo deletreo al revés o basta con que lo ponga por escrito?
- Ja, ja, qué gracioso – rió en falso -. Ahórrate los comentarios irónicos. No estaríamos aquí tirados si no te hubieses cargado mi todoterreno.
- ¿Perdón? - pregunté, incrédulo -. ¡Disculpe su Majestad! Recuerdo que alguien me gritaba al oído que hiciese algo, lo que fuese, y cuanto antes. Tal vez su Señoría hubiese preferido tirarles el maletín por la ventanilla. Por no hablar de la muy cierta posibilidad de que nos acribillasen a tiros.
Ahí pinché en hueso. Hubo un fugaz destello de furia en sus ojos - mezclado con algo más; una emoción esquiva pero familiar - que desapareció tan rápido como había llegado. La joven inspiró profundamente mientras se apartaba un mechón rebelde del rostro y a continuación encogía los hombros en un gesto de estudiada indiferencia.
- ¡Qué más da! - repuso por segunda vez -. Ya me estaba cansando de él. Además, era robado. Será mejor que nos pongamos en marcha. El tiempo vuela.
Uniendo la palabra a la acción, mi acompañante se echó la mochila a la espalda a la vez que me tendía de nuevo aquel misterioso maletín que al parecer tanta gente deseaba hasta el punto de matar – o morir – por conseguirlo.
- A ver si me equivoco - aventuré -, al nacer una adivina le dijo a tu madre que si alguna vez sonreías o pedías disculpas tendrías una muerte horrible, ¿no?
- Vaya, hoy nos hemos levantado sarcásticos. ¿Qué pasa contigo? Normalmente cuesta sacarte más de cuatro palabras seguidas que tengan sentido.
Estuve a punto de irme por las ramas de nuevo, pero una voz dentro de mi cabeza me detuvo: ella podía tener muchas de las respuestas que necesitaba. Tal vez había llegado el momento de tentar a la suerte y sincerarse. Al fin y al cabo, ¿qué era lo peor que podía pasar? ¿Qué no me creyese, o que sí lo hiciera?
- El caso es que tengo problemas de memoria. No recuerdo casi nada. Ni siquiera como me llamo. Y las pocas cosas que recuerdo son contradictorias, como si no encajasen entre sí. Como si todo fuera... distinto de cómo debería ser. ¿Entiendes lo que quiero decir?
- Claro que sí - respondió, mirándome de reojo a varios pasos de distancia -. Entiendo que esa mierda que te metes te está afectando el cerebro. Por mi vale, mientras que no te impida terminar el trabajo. Después, tú verás. Extermina como quieras las pocas neuronas que te quedan. Y ahora vamos. Si recuerdas como se hace, ¡sígueme!
Suspiré. Bueno, al menos lo había intentado. Las respuestas tendrían que seguir esperando. Me sentía como el Hombre de Hojalata, siguiendo a Dorothy por el camino de baldosas amarillas en busca del gran mago de Oz. Si le encontraba ¿me concedería un cerebro? En fin. Como mi tan hermosa como antipática acompañante había dicho, era el momento de emprender la marcha. En eso, un movimiento borroso a mi izquierda despertó mi interés. Un cuervo negro como el azabache me observaba desde una rama cercana, inclinando la cabeza en un gesto de burla, como si se estuviese riendo de algo que sólo él encontrase gracioso. Estuve tentado de intentar cargármelo de una pedrada, pero qué diablos: al fin y al cabo, tampoco era culpa suya, y todos tenemos derecho a la vida. Recogiendo el maletín inspiré hondo y eché a correr detrás de Pandora. Al menos, su trasero era tan bonito como el resto de su físico.
(¿Continuará?)
Un mal lugar dónde perderse 001
Un mal lugar dónde perderse 002
Un mal lugar dónde perderse 003
Comentarios
Siempre me dejas con ganas de seguir leyendo más.
Haz que continúe...
Un abrazo!
Irene Herrero