La música de los vampiros


En uno de los momentos más memorables de Drácula (Bram Stoker, 1897) el protagonista invita a su atribulado huésped a que escuche la deliciosa música que producen los hijos de la noche. ¿Es sólo sarcasmo, o el conde realmente disfruta con ella? En otro pasaje igualmente intrigante, sus novias le acusan de no haber amado nunca. Puede que Drácula no sepa lo que es el amor, pero no cabe duda de que algunos sentimientos y emociones humanas no le son de todo ajenos: el hambre, la lujuria, la ira, el orgullo, o el placer de la civilización, entre otros. Al fin y al cabo, el noble rumano no se exilia a un rincón perdido de Europa si no a Londres, en un momento en que Gran Bretaña era todavía la gran potencia mundial y su capital, por extensión, la capital del mundo.
Tal vez haya sido Anne Rice, la mejor discípula de Stoker, la que más haya profundizado en los anhelos y pasiones secretas que anidan en el corazón de los no muertos. Sus vampiros lánguidos, atormentados y ambiguos pueden estar muertos pero aman la belleza y la buena vida, dos de los motivos por los que Lestat elige a Louis como su nuevo compañero. Gracias a su fortuna los dos pueden instalarse en Nueva Orleans y disfrutar de todos los placeres que esta ofrece, incluida la música. ¿O es una casualidad que cuando deciden adoptar a Claudia una de las rutinas que le imponen para llegar a ser toda una señorita sean esas clases de piano que tanto atormentan a Lestat? Tormento que no deja de ser irónico, ya que cuando Lestat decide revelarse al mundo en 1984, lo hace como una estrella del rock, líder y solista de la banda La noche libre de Satán, tal y como pudimos ver en La reina de los condenados (Michael Rymer, 2002), película con más de un guiño a la cultura gótica y que resume en una hora y 44 minutos la segunda y tercera novelas de la serie.


¿Al final es, pues, Lestat un melómano o un megalómano? En cualquier caso, no es un caso aislado. A los no muertos de El baile de los vampiros (Roman Polanski, 1967) les gusta reunirse de forma periódica para socializar, bailar y compartir una víctima entre todos. Tal vez necesitan mantener algunas rutinas de su vida anterior para sentirse más vivos o, simplemente, tal vez disfruten con el baile, como los invitados de Drácula en Van Helsing (2004) donde Stephen Sommers se permite homenajear el filme clásico de Polanski. Después de todo, la música es vida, y nadie mejor que un vampiro para saberlo. Chris Sarandon rompe estereotipos en Noche de miedo (Tom Holland, 1985) y se aleja del esmoquin y los fracs raídos para vestirse a la moda y cazar a sus víctimas en discotecas y salas de baile, de forma parecida a las no muertas de Vamp (Richard Wenk, 1986), en lo que supone un claro precedente del Abierto hasta el amanecer (1996) de Tarantino y Robert Rodríguez, donde una seductora Selma Hayek bailaba al ritmo de una banda de latin-rock para atraer a los viajeros noctámbulos a su perdición. Eros y Thanatos, o la música, una vez más, como puente entre la vida y la no muerte. Y es que estar muerto no tiene que ser aburrido, tal y como demuestran los hermosos y arriesgados vampiros de Jóvenes ocultos (Joel Schumacher, 1987), que parecen el reverso lúdico de los nosferatu serios y depresivos de Rice y demás imitadores, aunque entre ellos haya que destacar a Poppy Z. Brite y su novela Lost Souls (1991) publicada en su momento en España como La música de los vampiros.


¿A qué se debió el cambio? Quien sabe. Puede que al editor patrio le extrañase que en una novela de vampiros estos no apareciesen mencionados de forma expresa en el título, aunque el original americano tampoco estaba tan desencaminado ya que ¿Almas perdidas? es el nombre del grupo de música de Steve y Fantasma cuyas canciones influirán de forma tan decisiva en el proceso de autoconocimiento del joven vampiro Nada. Por otro lado, los vampiros de Brite son lujuriosos, glotones y vitalistas. Les gusta frecuentar bares de copas y salas de conciertos donde escogen a sus víctimas (generalmente jóvenes atractivos) mientras Bauhaus suena a todo volumen a través de los altavoces. Quizás por ello cuando La Factoría reeditó esta novela dentro de su colección Solaris Terror decidió cambiarle el título por El alma del vampiro, que si bien tampoco es una traducción fiel del original, se acerca mucho más al espíritu de este. A título anecdótico, en el epílogo de la historia, ambientado cincuenta años después (¿en 2041?) Nada ha creado su propio grupo de rock junto a Twig y Molochai y continua frecuentando la noche de Nueva Orleans, como una especie de mejor y nuevo Lestat, más adaptado para sobrevivir en el siglo XXI. A estas alturas se supone que Fantasma y Steve llevan algún tiempo muertos, aunque ambos personajes y su pueblo, Missing Mile, reaparecerían en relatos y novelas posteriores de Brite. Por su parte, la banda de Northampton tendría su momento de gloria al aparecer como personajes invitados en El ansia (Tony Scott, 1983), adaptación de la novela de Whitley Strieber de 1980 protagonizada por Susan Sarandon, Catherine Denueve y el cantante David Bowie como John, el amante de Miriam (Denueve).


Frente a tanto ajenjo, chartreuse, absenta, kohl y demás parafernalia gótica la sociedad vampírica de Blade (Stephen Norrington, 1998) da otro giro radical con sus discotecas para no muertos amenizadas por DJ’s y regadas (nunca mejor dicho) con sangre al ritmo de «Confusion» de New Order. Deacon Frost y sus seguidores representan a una nueva facción dentro de la nación vampírica más despiadada pero, a la vez, más moderna. Son más sociables, visten a la última moda, adoran la tecnología y quieren conquistar el sol como hace su adversario, el caminante diurno. Rasgos que se acentuarán aún más en la tercera entrega, Blade: Trinity (David S. Goyer, 2004) dónde Jessica Biel caza al ritmo de su playlist a los vampiros corporativos liderados por Danica Talos (Parker Posey), la única chupasangres que (en palabras de Hannibal King) tiene los colmillos en la vagina en vez de la boca. Una imagen inquietante y perturbadora, que duda cabe, aunque cierto es que ni todos los vampiros tienen colmillos, ni se alimentan necesariamente de sangre. Al fin y al cabo, la sangre es vida, por lo que otros (como los gemelos de Brite en La música de los vampiros) prefieren simplificar el proceso y absorber la energía vital de sus víctimas, al igual que hacen los vampiros espaciales de Lifeforce (Fuerza vital, 1985), la lisérgica adaptación de Tobe Hooper de la novela del mismo título del escritor británico Colin Wilson. En otro registro diferente, la condesa Nadine Carody (Soledad Miranda en Las vampiras, 1971, del incombustible Jess Franco) ha logrado el sueño de Deacon Frost y sus seguidores, y se despereza al sol del Egeo con la misma elegancia que baila al ritmo del jazz más dance y experimental. Sol, música, baile, ¿no es eso lo que le pedimos a unas buenas vacaciones? Puede que los vivos y los no muertos no seamos tan distintos, después de todo (salvando algunos detalles como la necesidad de respirar) y que ambos sepamos apreciar la buena música, más allá de usarla como mero reclamo o señuelo para atraer víctimas incautas a las que sorberles la sangre. Así que recuerden: mucho cuidado la próxima vez que estén en un concierto de Evanescence. Puede que la bebida favorita de ese chico o chica que baila a su lado no sea el vino, ni siquiera la cerveza.
Avisados quedan.



Playlist:

- "Vampire Blues". Neil Young (1974).
- "Nosferatu". Blue Oyster Cult (1977).
- "Bela Lugosi is dead". Bauhaus (1979).
- "Confusion". New Order (1986).
- "People are strange". Echo & The Bunnymen (1987).
- "Bloodletting (The Vampire Song)". Concrete Blonde (1990).
- "Love song for a vampire". Annie Lennox (1992).
- "Dark Night". The Blasters (1996).
- "Dragula". Rob Zombie (1998).
- "Cruel Highway". The Texas Toad Lickers (1998).
- "Down with the sickness". Disturbed (2002).
- "Queen of the Dammed". Motorhead (2013).

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