¿Hacia un mundo feliz?
Hace 24 años que dejamos atrás 1984 y, aunque el mundo actual no es como se imaginaba George Orwell, tampoco es tan diferente. De hecho, Orwell puede presumir desde la tumba de haber anticipado en su célebre libro muchas de las facetas – y amenazas – de nuestra sociedad actual de la desinformación, hasta el punto de que muchas de las situaciones que en él se planteaban hoy parecen terriblemente actuales y cotidianas.
Orwell no ha sido el único autor obsesionado con el futuro inmediato de la raza humana y, en especial, acerca de como evolucionarán las estructuras sociales en las próximas décadas; ya en 1927 Fritz Lang y su mujer, Thea Von Harbou, nos ofrecían en Metrópolis su personal y sugestiva visión del destino del ser humano, la robótica y las relaciones de clase. Una obra maestra del género cuya influencia se rastrea a través de los años hasta trabajos mucho más recientes como Aeon Flux (2005), la cual bebe a su vez de fuentes tan dispares como Un mundo feliz (1932) de Aldous Huxley.
Tal vez el escritor que mejor haya sabido plasmar esa nostálgica sensación de futura decadencia haya sido el recientemente fallecido Arthur C. Clarke que desarrolló el concepto a través de trabajos como “El león de Comarre” o “A la caída de la noche”, la cual daría origen a la más extensa y conocida La ciudad y las estrellas (1956) donde el autor británico desarrolla en detalle la vida cotidiana en la última ciudad habitada del planeta y el destino final de sus habitantes.
La obra de Clarke no ha alcanzado, no obstante, la misma difusión que otros clásicos del género como los ya mencionados 1984 y Un mundo feliz. Pese a sus diferencias, ambas obras coinciden en presentar un futuro inmediato oscuro y deshumanizador cuya estela es perceptible en una larga serie de títulos posteriores como Un día perfecto (1970), la segunda novela del también recientemente desaparecido Ira Levin cuyo protagonista se enfrenta a un mundo gobernado por las máquinas y las grandes corporaciones; o en THX 1138, escrita por un George Lucas lejos aun de revolucionar el mundo del cine con Star Wars, y en la que Robert Duvall interpreta a un rebelde inconformista que se opone a las autoridades de una sociedad robotizada y deshumanizada. Poco después sería el gran director Stanley Kubrick quien aportase su personal grano de arena con La naranja mecánica (1971), una soberbia adaptación de la novela homónima de Anthony Burguess que propone una de las más aterradoras reflexiones sobre la violencia (tanto la individual como la ejercida por el propio estado) que jamás se hayan rodado. Igualmente inquietante, aunque desde otro punto de vista, es el mundo futuro que se nos ofrece en Cuando el destino nos alcance (1974), basada remotamente en la novela ¡Hagan sitio! ¡Hagan sitio! de Harry Harrison, que ya en una fecha tan temprana como aquella alertaba de los peligros del exceso de población y el agotamiento de los recursos.
Apenas dos años después (1976) se estrena en cines La fuga de Logan, adaptación del best-seller de William F. Nolan y G. C. Johnson que, inspirado en los enfrentamientos generacionales de la década de los sesenta proponía una sociedad eternamente joven cuyos miembros eran sacrificados nada más abandonar la pubertad a excepción de unos pocos rebeldes implacablemente perseguidos por un cuerpo de Vigilantes encargados de mantener el status quo. Un filme menor pero clásico cuya herencia se puede rastrear en trabajos actuales como La isla (2005) de Michael Bay, que a su vez retoma un leiv motiv tan querido para la ciencia ficción como es el de la clonación, al igual que títulos como El sexto día de Arnold Schwarzenegger o el ya comentado de Aldous Huxley. Alternativamente, en Gattaca (1997) el guionista Andrew Niccol plantea una sociedad futura en el que la ingeniería genética, la medicina y la eugenesia dividen a la sociedad en dos grupos: los físicamente perfectos y, por lo tanto, aptos para desempeñar todo tipo de trabajos, y los “defectuosos”, relegados a una existencia mediocre.
Al igual que ocurre con Aeon Flux, La isla o Hijos de los hombres, Gattaca bebe de muchos de los títulos y autores clásicos ya comentados, aunque añadiendo más medios y una puesta en escena más cinética y comercial. Sin embargo, todos ellos giran en torno a la misma idea: la existencia de una sociedad totalitaria, que surge con la mejor de las intenciones pero que con el tiempo deriva en fría, deshumanizada y represora, frente a la cual se alza un rebelde o grupo de rebeldes, como Charlton Heston o Michael York, enemigos del sistema, los cuales aspiran a transformar el orden social establecido o, como mínimo a derrocar el gobierno. En algunos casos, como Hasta que el destino nos alcance o La fuga de Logan se especula con algún secreto de naturaleza tan terrible que no puede ser de dominio público, ya que precipitaría la caída del establishment, y es tarea del inconformista de turno tirar de la manta y descubrir el pastel. Pese a todo, este tipo de historias tienen su público, como demuestra la pervivencia de la fórmula y que escritores y guionistas continúen haciendo cábalas acerca de nuestro futuro inmediato para deleite de propios y extraños. Y es que, mal que nos pese, el ser humano posee una vena masoquista que le lleva a interpretar el futuro en clave de antiutopía, aunque lo contrario parezca más apetecible pero, como Clarke parecía intuir, también mucho más aburrido. Y es que, ¿quien quiere el paraíso, pudiendo luchar para vivir otro día?
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